A veces me pregunto qué es lo que realmente sostenemos cuando decimos que lideramos. ¿Sostenemos un equipo, una empresa, un proyecto… o sostenemos una idea frágil de nosotros mismos que necesita ser reconocida por los demás para sentir que tiene valor? La respuesta no es simple, y tal vez no deba serlo. En más de tres décadas acompañando empresarios, ejecutivos y emprendedores en Colombia y en otros países, he aprendido que el liderazgo está menos relacionado con lo que hacemos y más con lo que somos cuando nadie nos mira. Esta reflexión volvió a tocar mi puerta después de leer un planteamiento provocador: el “liderazgo de gin-tonic”. Un liderazgo que seduce, que refresca, que entretiene… pero que no transforma. Un liderazgo ligero, aparente, superficial. Y aunque su metáfora parece simpática, lo cierto es que señala una herida profunda: la tendencia creciente a confundir carisma con solidez, discurso con coherencia y estímulo inmediato con transformación real.
He visto demasiadas organizaciones enamorarse del líder que entra a la sala como si fuera la estrella del momento, el que ilumina la conversación pero no ilumina los procesos, el que hace sentir bien por un instante pero no construye estructura para el mañana. El liderazgo de gin-tonic acaricia el ego, pero no forma criterio. Relaja, pero no fortalece. Inspira momentáneamente, pero no acompaña en la caída ni en la reinvención. Y eso, en tiempos donde la incertidumbre es la única constante, es un riesgo que ninguna empresa —en Colombia o en cualquier lugar del mundo— puede permitirse.
Cuando pienso en este tipo de liderazgo, inevitablemente recuerdo mis primeros años como empresario. Yo también caí en esa trampa. Pensé que liderar era saber más, ser más visible, hablar más fuerte. Pensé que debía demostrar que tenía todas las respuestas. Y claro, el ego se siente cómodo ahí. El Camino de Vida 3 tiende a buscar brillo, reconocimiento, aplauso… pero la vida siempre termina llevándonos de vuelta a nuestra esencia. Y la esencia nunca es ruidosa: es honesta. En mi caso, fueron los golpes —los personales, los empresariales, los espirituales— los que me enseñaron que un líder auténtico no se construye sobre la necesidad de aprobación, sino sobre la capacidad de sostener la verdad, incluso cuando incomoda.
El liderazgo de gin-tonic, el que solo se enfoca en gustar, se derrumba cuando llega la tormenta. Y en mi experiencia, la tormenta siempre llega. A veces como un cambio tecnológico inesperado, otras como una crisis económica, otras como un quiebre emocional dentro del equipo. Ahí, cuando las luces se apagan, el brillo superficial no sirve de nada. Lo que emerge es la esencia. Por eso, cuando acompaño a líderes desde Todo En Uno.Net o desde mis reflexiones espirituales en mis blogs personales, insisto siempre en lo mismo: un liderazgo que no haya pasado por sus noches oscuras seguirá buscando gin-tonics para evadir, en lugar de presencia para sostener.
Lo interesante de esta metáfora es que no se limita al entorno empresarial. La veo todos los días en redes sociales: líderes que construyen influencia sin construir profundidad; discursos que gustan, pero no transforman; mensajes espirituales dulces, pero desconectados de la práctica. Lo he visto incluso en algunos espacios donde se habla de inteligencia emocional y no se practica la autocrítica; de espiritualidad sin silencio; de propósito sin sacrificio. El liderazgo que realmente cambia vidas no surge de la palabrería suave sino del trabajo silencioso de mirar hacia adentro. De hacerse responsable de las sombras. De reconocer las heridas sin convertirlas en excusa.
Y aquí es donde la metáfora del gin-tonic se vuelve más clara: un buen trago refresca, pero no alimenta. Un líder refrescante es agradable, pero un líder nutritivo es indispensable. Los equipos no necesitan ser entretenidos: necesitan ser acompañados. Y esa compañía exige presencia real, humildad, escucha activa, capacidad de sostener conversaciones incómodas, dominio emocional y un compromiso con la verdad que incomode al ego y libere a la organización.
En los últimos años, con la irrupción de la inteligencia artificial, muchos líderes han tratado de maquillarse de “innovadores” sin hacer la transformación de fondo. He visto cómo adoptan herramientas como si fueran accesorios: ChatGPT, automatizaciones, dashboards… pero siguen siendo los mismos líderes de siempre, intentando resolver complejidades con recetas rápidas. Ahí vuelve a entrar el gin-tonic: un sorbo de novedad que no cambia la musculatura interna.
Pero cuando la tecnología se integra desde la consciencia, cuando se usa para liberar tiempo, elevar capacidades y permitirnos ser más humanos, ocurre algo distinto: la tecnología deja de ser un trago efervescente y se convierte en una brújula. Por eso insisto tanto en que la IA no reemplaza liderazgo: lo hace más evidente. La inteligencia artificial, bien usada, desnuda al líder. Si su liderazgo es profundo, la tecnología amplifica su impacto. Si es superficial, la tecnología amplifica el vacío.
He visto casos reales de empresas colombianas donde un líder aparentemente brillante se desmoronó en silencio porque nunca aprendió a sostener la vulnerabilidad de su equipo. También he sido testigo de líderes tímidos, silenciosos, casi invisibles, que transformaron organizaciones completas porque su coherencia era tan sólida como su propósito. Lo viví incluso dentro de mi propia familia, acompañando a quienes buscaban su lugar en el mundo desde caminos distintos: lo que sostiene a un ser humano no es lo que proyecta hacia afuera, sino lo que construye hacia adentro. Y eso es liderazgo.
En el Eneagrama, esta distinción es evidente: uno puede funcionar desde la compulsión, desde el miedo, desde la búsqueda de aprobación… o desde la esencia, desde la presencia, desde el propósito. El liderazgo de gin-tonic es compulsivo: busca seducir, impresionar, entretener. El liderazgo consciente es esencial: busca servir, transformar, iluminar. Y cuando una empresa decide avanzar desde la esencia, todo cambia. Se vuelve más humana, más sabia, más eficiente. Más espiritual incluso, no desde la religión sino desde la coherencia interna.
Colombia necesita menos líderes de gin-tonic y más líderes que se atrevan a mirarse al espejo sin maquillaje. Líderes que no lleguen a una reunión buscando ser aplaudidos, sino buscando comprender. Que no impulsen decisiones para ser populares, sino para ser justos. Que no se escondan detrás de discursos modernos para evitar conversaciones reales. Un líder auténtico sabe que su tarea no es gustar, sino guiar. No es impresionar, sino inspirar. No es evadir la complejidad, sino abrazarla con sabiduría.
A lo largo de mi vida empresarial he vivido momentos donde me di cuenta de que el liderazgo verdadero no se mide por los seguidores ni por los aplausos, sino por la cantidad de vidas que fueron elevadas gracias a una palabra, una decisión o un ejemplo. El liderazgo de gin-tonic pasa; el liderazgo consciente permanece. Y si algo nos recuerda la espiritualidad —la verdadera, la vivida, no la recitada— es que solo permanece lo que se construye desde el amor, la coherencia y la humildad.
Hoy, más que nunca, necesitamos líderes capaces de sostener conversaciones profundas en un mundo que se distrae con burbujas. Líderes que entiendan que su poder no está en ser indispensables, sino en ayudar a otros a descubrir su propio poder. Líderes que sepan que su propósito no es ser el centro, sino ser el camino. Eso es lo que intento transmitir desde mis blogs, como Bienvenido a mi Blog (https://juliocmd.blogspot.com/) o en mis reflexiones espirituales de Amigo de ese Ser Supremo (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/). Porque un liderazgo que no esté íntimamente conectado con la transformación del alma, difícilmente podrá transformar una organización.
Y si alguna vez has sentido que te falta algo para liderar “como deberías”, permíteme decirte algo desde mi experiencia personal: lo que te falta no está afuera, está adentro. No es más formación, más títulos, más herramientas, más validación externa. Es presencia. Es silencio. Es coraje de mirarte sin máscaras. Es voluntad de reconocer lo que aún duele. Es la humildad de aceptar ayuda. Es la sabiduría de saber qué soltar y cuándo hacerlo.
Un buen gin-tonic puede alegrar la noche, pero un buen liderazgo puede alumbrar toda una vida. No elijas lo efímero cuando puedes encarnar lo verdadero. No busques gustar: busca elevar. No quieras brillar: busca iluminar. El brillo se agota; la luz permanece.
Hoy te invito a preguntarte, con profunda honestidad: ¿qué tipo de líder estás siendo cuando nadie te observa? La respuesta puede transformar tu vida… y la de todos aquellos que confían en ti.
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