¿Somos realmente más felices trabajando desde casa o solo hemos aprendido a anestesiar el vacío con la comodidad?
La pregunta puede parecer incómoda, incluso atrevida, en un mundo donde la “libertad” de trabajar en pijama se ha convertido en uno de los estandartes de la nueva normalidad. Sin embargo, en mi experiencia como mentor, consultor y ser humano que lleva más de tres décadas acompañando a otros en sus procesos personales y organizacionales, he aprendido que no todo lo que parece alivio es verdadero bienestar. Y no todo lo que parece control es auténtica libertad.
Recientemente leí un estudio citado en Portafolio que afirmaba que trabajar desde casa nos hace más felices. Y aunque entiendo —y comparto en parte— los beneficios que esto ha traído para miles de personas, me nació una reflexión profunda: ¿qué entendemos hoy por felicidad?, ¿estamos midiendo la felicidad por la ausencia de desplazamiento o por la presencia de sentido?, ¿es el teletrabajo una oportunidad para habitar nuestra vida o simplemente una forma más sofisticada de huir de lo esencial?
He trabajado en casa desde mucho antes de que fuera una tendencia. Desde 1995, cuando fundé Todo En Uno.Net, ya entendía que el trabajo podía ser descentralizado, distribuido, incluso digitalizado. Pero también entendí que la verdadera revolución no estaba en la tecnología, sino en la conciencia con la que asumimos nuestros días.
En estos años he visto a empresarios que, aún desde la comodidad del hogar, se sienten más presos que nunca. Personas que ahorran tiempo en trayectos, pero que no saben en qué se les va la vida. Profesionales que ganaron autonomía, pero perdieron estructura. Hombres y mujeres que disfrutan de más tiempo con sus hijos, pero que sienten que su propósito se diluye entre correos, pantallas y la never-ending conexión al chat laboral.
Y también he visto lo contrario. Personas que, al trabajar desde casa, se permitieron diseñar una vida más humana. Que dejaron de sobrevivir para empezar a habitarse. Que entendieron que su oficina no era un escritorio, sino una intención. Que empezaron a meditar al amanecer, a almorzar con sus hijos, a leer sin culpa a las 3 de la tarde, a combinar el rigor con la ternura.
Recuerdo un caso muy cercano, el de una mujer a quien acompañé en mentoría hace algunos años. Al iniciar la pandemia, su empresa pasó al formato 100% remoto. Al comienzo fue una fiesta: más horas en casa, ahorro en transporte, libertad de horarios. Pero con el tiempo, esa libertad empezó a convertirse en una forma de aislamiento. Su oficina se volvió su cama. Su tiempo de comida, una pausa entre correos. Sus relaciones, hilos de texto sin emoción. Me decía: “Julio, estoy más cómoda… pero también más sola. Me siento como si me hubiera desconectado del mundo, pero también de mí misma”.
Esa frase me marcó. Porque es exactamente lo que sucede cuando no trabajamos con propósito. Cuando no equilibramos lo operativo con lo vital. Cuando no entendemos que trabajar desde casa no es suficiente si no estamos también trabajando desde el alma.
En mi propio proceso como empresario y ser espiritual, he aprendido que la estructura no mata la libertad; la sostiene. Que el orden no es enemigo de la creatividad; la potencia. Y que el tiempo no se trata de controlarlo, sino de honrarlo.
Si este mensaje resonó contigo, si sientes que necesitas reestructurar tu vida laboral desde un propósito más profundo, te invito a que conversemos. No estás solo en este camino. Podemos construir juntos un modelo que te permita trabajar desde casa sin desconectarte de ti.
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