¿Y si el verdadero problema no fuera la pobreza, sino la normalización de la mediocridad? ¿Y si lo más peligroso no fuera no tener, sino que te convenzan de que tener un poquito más que el de al lado ya te convierte en alguien "rico"? Me hago estas preguntas no desde la teoría ni desde la crítica cómoda del que observa desde la barrera, sino desde el camino recorrido, desde la piel de un hombre que ha vivido los extremos de la abundancia y la escasez, y que aprendió, a fuego lento, que la riqueza no se mide en billetes, sino en consciencia.
Colombia, nuestro país, es tierra fértil en recursos y talento, pero también en espejismos. Nos han hecho creer que tener el último celular, un carro de segunda, o salir de vez en cuando a comer con la familia es sinónimo de éxito. Nos programaron —sí, como software defectuoso— para competir en la escala del "menos pobre". El problema no es la carencia material, sino la amputación del sueño. Nos robaron la capacidad de imaginar una vida digna, expansiva, plena. Nos acostumbraron a “más o menos vivir”, cuando nacimos para vivir en propósito, en plenitud, en comunidad.
Desde 1988 he caminado al lado de emprendedores, líderes, empresarios y trabajadores que, en muchos casos, llevan sobre sus hombros la carga de generaciones enteras. No les pesa el trabajo duro, les pesa el sinsentido. Les duele que, después de todo su esfuerzo, la promesa de bienestar siga siendo un espejismo pospuesto. Y yo mismo, en mis inicios, fui víctima de esa trampa emocional: sentirme privilegiado por tener apenas un poco más que los demás. Un poco más de ingresos. Un poco más de educación. Un poco más de oportunidades. Pero en el fondo, seguía siendo esclavo del miedo: miedo a perder, miedo a no avanzar, miedo a no valer por lo que "tenía".
Una tarde, en medio de una conversación con una mujer emprendedora que vendía productos de belleza para sostener a su familia, me soltó una frase que jamás olvidaré: “Don Julio, yo ya no sueño, yo solo hago lo que toca”. Esa frase me partió el alma. Porque refleja lo que le ocurre a millones de personas: la desconexión brutal entre lo que somos capaces de ser y lo que nos permitimos soñar. La supervivencia como techo mental. El modelo de pobreza mental disfrazado de conformismo pragmático.
Ahí comprendí que el verdadero liderazgo no puede ser solo técnico ni estratégico. Tiene que ser espiritual, humanista, integral. Tiene que abrir caminos donde otros solo ven muros. Tiene que elevar el estándar del merecimiento colectivo. En mi visión, liderar hoy significa desenmascarar esas ideas prestadas que nos vendieron como verdades. Significa mirar de frente al sistema que premia la mediocridad disfrazada de estabilidad. Y sobre todo, significa volver a sembrar la semilla del propósito en cada ser humano que ha olvidado que vino a esta vida a brillar, no solo a sobrevivir.
Y no me malinterpretes: no estoy hablando de negar la realidad dura. Sé muy bien lo que es llegar con lo justo a fin de mes, lo que es tomar decisiones difíciles para pagar sueldos, sostener familias, cumplir con el Estado. Pero lo sé desde otro lugar: desde la conciencia de que ninguna crisis justifica renunciar a la dignidad. Que ningún gobierno tiene el derecho de empobrecernos el alma mientras nos habla de progreso en cifras. Que ninguna estadística puede maquillar el hambre, la desesperanza o el cansancio de millones que ya no creen en nada ni en nadie.
El artículo que inspiró este texto lo expresa sin rodeos: nos están convenciendo de que el menos pobre es rico. Y esa falacia es más peligrosa que la propia pobreza, porque anestesia. Porque acomoda. Porque desconecta. Y porque alimenta una cultura de la comparación que mata lentamente el espíritu colectivo. Como bien lo dice la sabiduría ancestral, "cuando uno gana y todos los demás pierden, nadie gana de verdad".
Por eso, mi llamado hoy no es solo económico. Es existencial. Es espiritual. Es cultural. Necesitamos una nueva narrativa del éxito, una que esté anclada en valores y no en apariencias, en servicio y no en status, en comunidad y no en competencia. Necesitamos volver a vernos a los ojos, a reconocernos, a construir juntos desde la autenticidad y la colaboración. Y para eso, debemos despertar. Despertar de la mentira de que “ya estamos bien”, solo porque no estamos tan mal como otros. Despertar de la comodidad de la comparación. Despertar del adormecimiento social que nos impide soñar, reclamar y actuar.
Porque sí, claro que podemos vivir mejor. Pero no desde la rabia ni desde el resentimiento. Sino desde la lucidez y la unidad. Desde una consciencia social que deje de premiar el “sálvese quien pueda” y empiece a construir el “sanémonos todos juntos”.
Hoy, te invito a que mires tu vida con honestidad. ¿Qué tanto estás sobreviviendo cuando podrías estar viviendo? ¿Qué tanto estás callando para no incomodar? ¿Qué tanto estás aceptando por miedo a perder lo poco que tienes? Este blog no es para darte respuestas, es para sembrarte preguntas. Preguntas que incomoden, que movilicen, que despierten.
Como empresario, como mentor, como ser humano, sigo apostando a una Colombia distinta. A una donde no haya que ser el “menos pobre” para tener dignidad. A una donde el éxito no se mida en carros ni en diplomas, sino en propósito, coherencia y servicio. Esa Colombia comienza contigo. Con tu conciencia. Con tu decisión diaria de no tragarte más la mentira de que esto es lo mejor que podemos lograr.
Y si algo de esto resuena en ti, no te lo guardes. Hablemos. Conversemos como humanos, como líderes, como soñadores que se niegan a dejar de creer. No estás solo. Y nunca ha sido tarde para despertar.
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