«A las personas pesimistas las envuelve un halo de amargura. Su vida oscila entre la desilusión y la tristeza. El optimismo es para ellos una peligrosa enfermedad que hay que erradicar de raíz, porque el mundo fue y será definitivamente una porquería (parafraseando el famoso tango de Disépolo, Cambalache).
El paquete desesperanzador está constituido por una serie de sesgos y actitudes cercanas a la depresión: descalificar lo positivo, magnificar lo negativo y estar preparado siempre "para lo peor". Como resulta obvio, la aplicación de este estilo hace que la vida pierda su encanto. Si el mundo es un campo de batalla y el futuro es negro, el presente puede llegar a ser insoportable.
El fatalismo mata la risa y la esperanza razonable. No digo que haya que adoptar la sonrisa bobalicona de los que viven en el Mundo feliz de Huxley y niegan los peligros y los inconvenientes del diario vivir (la esperanza llevada al extremo puede ser un mecanismo de escape); lo que sostengo es que el pesimista acaba por convertirse en un "ave de mal agüero", alguien a quien es mejor no frecuentar demasiado.
Los pensamientos típicos del pesimista son: "Me va a ir mal", "Podría haber sido mejor", "No hay solución", "Es terrible lo que ocurrió", "Nada va a mejorar". O dicho de otra forma: nada está bien y la alegría no es otra cosa que una farsa. La sensación que lo embarga es la de una eterna incompletud: siempre falta algo, siempre hay un detalle que daña el conjunto.
La próxima vez que encares alguna actividad placentera no lleves el salvavidas puesto ni el plan B activado. Los pesimistas no se ríen porque piensan que la alegría anticipada puede ser una forma de llamar a la desgracia».
Nuestra mente nos juega malas pasadas de vez en cuando. A veces, no somos capaces de descartar los pensamientos negativos, somos pesimistas y creemos que no hay salida a los problemas que se nos presentan. Luego, nos sentimos muy mal: nos reprochamos, arrepentimos y deprimimos por haber sido tan negativos.