A veces me pregunto, con la serenidad de quien ha vivido varias revoluciones tecnológicas y humanas, si no estaremos olvidando algo esencial en esta carrera por volver todo más eficiente, más rápido, más remoto, más digital. Me lo pregunto cada vez que entro a una empresa donde los escritorios están vacíos aunque la nómina esté llena, o cuando hablo con jóvenes brillantes que sienten que el mundo laboral es apenas una ventana abierta en la pantalla. Y lo vuelvo a pensar cuando leo debates sobre presencialidad o trabajo remoto como si fueran trincheras ideológicas, cuando en realidad son apenas lugares donde habita algo mucho más profundo: la relación humana.
Recuerdo que en 1988, cuando inicié este camino como empresario, no existía el teletrabajo, ni las plataformas colaborativas, ni los correos instantáneos. Existían personas. Existían miradas, silencios, conversaciones de pasillo, voces que acompañaban el día a día y que, sin saberlo, fortalecían la cultura, el carácter y la mística de cada organización. No idealizo el pasado; simplemente reconozco que los vínculos humanos eran parte natural del trabajo, no un extra opcional que hoy pareciera incomodar a algunos. Y sin embargo, todas las herramientas digitales que han ido llegando no han cambiado la esencia: seguimos necesitando la presencia del otro para crecer, para aprender, para construir confianza.
Cada que leo reflexiones sobre la necesidad del retorno a la presencialidad, pienso que el verdadero debate no es si debemos volver o no, sino qué significa realmente “estar presentes”. He visto oficinas llenas donde nadie está, así como he visto equipos remotos donde todos están profundamente conectados. Pero también he visto organizaciones que, al abandonar por completo la presencialidad, comienzan a perder algo imperceptible al principio: el espíritu colectivo. Ese pulso que no se captura por Zoom ni por Teams. Ese aire compartido donde se fraguan proyectos, complicidades, decisiones silenciosas y aprendizajes que no caben en un manual.
Y lo digo desde la experiencia de haber acompañado empresas de todos los tamaños en esta transición. Cuando una compañía decide volver a la presencialidad parcialmente, suele ocurrir algo interesante: reaparece la coordinación espontánea. Regresa la creatividad que surge del encuentro inesperado. Se revitaliza la identidad. No porque el cubículo tenga magia, sino porque el ser humano sí la tiene. Porque la energía de un equipo reunido, incluso si son tres días a la semana, mueve montañas que ningún KPI logra describir.
La tecnología, que tanto amo y respeto desde mis días de estudiante autodidacta leyendo revistas en inglés a los 9 años, nunca ha sido enemiga de la presencia humana. La enemistad aparece cuando olvidamos que la tecnología es un medio, no un destino. Me inquieta ver cómo algunos líderes tratan la presencialidad como un castigo y el remoto como una liberación absoluta, sin comprender que ambas son apenas herramientas dentro de una misma misión: hacer que la organización crezca y las personas evolucionen.
Una empresa es un organismo vivo. Y como todo organismo, necesita respiración. La presencialidad es parte de esa respiración. No para controlar, sino para conectar. No para vigilar, sino para acompañar. No para imponer, sino para cultivar.
Muchos líderes me preguntan cómo equilibrar esta dinámica. Y yo siempre respondo lo mismo, aunque las palabras cambien: “Reconozcan primero la naturaleza humana y luego definan la modalidad”. No es al revés. Porque cuando analizamos desde la psicología, la neuropsicología y hasta el Eneagrama, entendemos que los seres humanos no crecemos aislados, y tampoco rendimos igual desde el mismo tipo de entorno. Un eneatipo 5 y un eneatipo 2 no se expanden de la misma forma; un colaborador introspectivo puede florecer en el remoto, mientras uno emocional puede marchitarse sin contacto humano. La presencialidad híbrida, bien diseñada, respeta estas diferencias.
He visto casos hermosos de empresas que recuperan la energía perdida con solo volver dos veces por semana a un mismo lugar. También he visto equipos que, al reunirse presencialmente una vez al mes, encuentran dirección y propósito que habían extraviado. La presencialidad no es un dogma: es un recordatorio. Un recordatorio de que la cultura no se descarga, se vive. La confianza no se instala, se construye. La pertenencia no se exige, se siente. Y nada de eso sucede por decreto digital.
Desde mi camino como maestro reformador humanista —ese que conecta lo invisible con lo práctico— entiendo que la presencialidad toca un plano más sutil: el energético. Las personas vibran, no solo trabajan. Y cuando un equipo vibra junto, crea campos de coherencia que impulsan resultados incomparables. Esa vibración no se reemplaza; se honra. Y cuando se honra, aparece lo extraordinario: equipos más resilientes, líderes más empáticos, organizaciones más humanas.
No es casual que en culturas espirituales ancestrales la presencia sea un valor sagrado. Estar. Aquí. Ahora. No solo con el cuerpo, sino con el alma. Quizás esa es la gran lección olvidada en este debate contemporáneo: podemos trabajar desde cualquier lugar, pero solo florecemos cuando somos capaces de “presenciarnos” mutuamente. Cuando volvemos a mirarnos sin prisa. Cuando dejamos de ser perfiles conectados y recordamos que somos seres humanos conectando.
Por eso creo que la presencialidad seguirá siendo necesaria. No para volver al pasado, sino para mantenernos humanos en el futuro. Como diría en mis reflexiones de Escritos Sabatinos, la presencia es un puente: une lo que somos con lo que queremos llegar a ser. Y en el mundo laboral, ese puente nunca debería derrumbarse.
Cierro con una experiencia personal: hace algunos meses visité una empresa que llevaba casi dos años funcionando completamente en remoto. Su productividad estaba intacta, pero su identidad estaba fragmentada. Los líderes lo sentían, aunque no sabían nombrarlo. Cuando comenzaron un modelo híbrido, me contaron algo que me marcó profundamente: “Julio, sentimos que la empresa volvió a respirar”. Y esa frase resume todo. No se trataba de horarios ni de métricas. Se trataba de vida.
Si algo he aprendido en este camino de más de 30 años es que la vida organizacional necesita presencia, como el cuerpo necesita oxígeno y como el alma necesita silencio. La presencialidad no es una obligación: es un recordatorio de que seguimos siendo humanos, de que nos necesitamos para crecer, y de que ninguna tecnología —por más extraordinaria que sea— puede reemplazar un abrazo, una conversación espontánea, o esa mirada que le dice a otro: “Estoy aquí contigo”.
Quizá el futuro no sea remoto ni presencial. Quizá el futuro sea consciente.
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