¿Alguna vez te has preguntado cuánto realmente cuesta hacer el mercado por internet? No me refiero solo al valor que aparece en la pantalla al momento del pago. Hablo del precio que pagamos en tiempo, relaciones, hábitos y conciencia cuando dejamos que la tecnología sustituya los pequeños rituales que antes nos conectaban con la vida cotidiana. Porque el mercado, más que una lista de productos, ha sido por décadas un espacio de encuentro con lo humano: la sonrisa del tendero, la conversación con la vecina, el olor del pan recién hecho, la oportunidad de elegir con los sentidos lo que alimentará nuestro cuerpo y, por extensión, nuestra alma.
Hoy, en 2025, esa experiencia se ha trasladado al universo digital. Las plataformas de e-commerce, las aplicaciones de domicilios y los supermercados virtuales nos ofrecen rapidez, eficiencia y un algoritmo que “predice” lo que queremos comprar. Pero, ¿a qué costo emocional y cultural ocurre esa transición? ¿Estamos realmente ganando tiempo o simplemente aprendiendo a vivir más rápido sin darnos cuenta de que la prisa también tiene un precio?
Desde mi experiencia como ingeniero de sistemas y administrador de empresas, y sobre todo como observador de la evolución humana detrás de la tecnología, sé que todo avance digital tiene dos caras: la de la comodidad y la del olvido. Hacer mercado por internet es, en apariencia, una bendición moderna. Nos ahorra desplazamientos, evita filas, y permite comparar precios desde la comodidad del hogar. Sin embargo, detrás de cada clic hay una cadena compleja de decisiones, servidores encendidos las 24 horas, transportes motorizados, empaques plásticos y un consumo energético global que muchas veces ignoramos. El costo no solo se mide en pesos colombianos, sino en el impacto ambiental y en la desconexión progresiva con los actos simples que daban sentido a nuestra rutina.
He acompañado empresas y familias en su proceso de digitalización desde 1995, cuando fundé Todo En Uno.Net. He visto cómo la tecnología, bien usada, puede ser un puente hacia una vida más consciente y equilibrada. Pero también he sido testigo de cómo la tecnología, mal comprendida, se convierte en un espejo que amplifica nuestras carencias emocionales. Cuando el supermercado se convierte en una “suscripción automática”, dejamos de elegir y comenzamos a consumir por inercia. Cuando la inteligencia artificial nos sugiere lo que compramos “siempre”, corremos el riesgo de perder la libertad de decidir. Y cuando una app nos entrega la comida en la puerta sin que levantemos la mirada, el agradecimiento también se digitaliza, se vuelve transaccional, pierde alma.
No estoy en contra de la tecnología —sería absurdo viniendo de alguien que ha dedicado su vida a integrarla con propósito—. Pero sí creo que necesitamos recuperar el equilibrio. Hacer mercado por internet puede ser un acto consciente si lo transformamos en una práctica de gestión inteligente, no en una rutina automática. ¿Cómo? Dándole sentido al proceso. Preguntándonos si lo que pedimos responde a una necesidad real o a un impulso emocional. Recordando que detrás de cada producto hay un productor, una familia, un esfuerzo humano. Tal vez el futuro no sea volver al mercado de antaño, sino traer su esencia al presente digital.
He conocido empresarios que han logrado equilibrar ambos mundos. Por ejemplo, una familia que administra una tienda local en Manizales decidió digitalizar su negocio, pero sin perder el contacto humano. Cada cliente que compra en línea recibe un mensaje personalizado, una invitación a conocer el origen de los productos y, a veces, una historia sobre quién los cultivó. Esa simple práctica transforma una venta en una conexión. Eso es tecnología con alma, el tipo de innovación que no sustituye, sino que amplifica lo humano.
El costo de hacer mercado por internet no está en el precio del domicilio ni en la comisión de la plataforma. Está en lo que dejamos de mirar cuando todo se vuelve un clic. En la comida que se enfría porque no hubo conversación en la mesa. En los niños que no aprenden a distinguir un aguacate maduro porque nunca lo han tocado. En la pérdida del asombro ante lo cotidiano. Y, paradójicamente, en la falsa creencia de que la comodidad siempre equivale a progreso.
Como sociedad, necesitamos entender que la tecnología no es el problema, sino el reflejo de nuestra forma de usarla. El supermercado digital es solo un ejemplo de cómo delegamos cada vez más decisiones a sistemas que no sienten, no respiran y no sueñan. Pero también es una oportunidad para repensar nuestros hábitos. Podemos programar nuestras compras, sí, pero también podemos detenernos un segundo antes de pagar y preguntarnos: ¿esto que estoy adquiriendo me alimenta o me llena? ¿Estoy comprando desde la necesidad o desde el vacío? Esa diferencia sutil marca la frontera entre vivir conscientemente y consumir inconscientemente.
En el fondo, el verdadero mercado no es el de frutas, verduras o productos enlatados. Es el mercado de decisiones que tomamos cada día entre lo esencial y lo accesorio, entre lo humano y lo automatizado. El reto no está en rechazar la tecnología, sino en domesticarla, en convertirla en una herramienta que sirva al alma y no solo al bolsillo. Porque si algo he aprendido en mis más de tres décadas acompañando procesos empresariales y humanos, es que el progreso sin propósito termina convirtiéndose en ruido.
El mercado digital puede ser una bendición si lo llenamos de intención. Si cada compra en línea se hace desde la conciencia de apoyar a alguien, de evitar desperdicios, de elegir calidad sobre cantidad, estaremos participando en una economía más sabia y responsable. No necesitamos renunciar al clic, solo recordar que el clic no debe reemplazar al corazón.
Vivimos en un tiempo donde el valor no se mide solo en dinero, sino en atención. Y nuestra atención es el nuevo recurso escaso. Por eso, cuando alguien decide comprar en una plataforma digital, está pagando no solo con su tarjeta, sino con su atención, con su energía, con su tiempo mental. Si lo hace de manera consciente, la tecnología se convierte en aliada. Si lo hace de manera automática, se convierte en un espejo que refleja vacíos.
Cuando pienso en el futuro del consumo, lo imagino híbrido: humano y digital, espiritual y pragmático, rápido pero con sentido. Tal vez el mercado del mañana no se mida en pesos ni en gigabytes, sino en niveles de conciencia. Porque lo que realmente encarece la vida no es el precio del mercado, sino la desconexión con lo esencial.
Por eso, la próxima vez que entres a una app para hacer el mercado, detente unos segundos. Respira. Recuerda que no estás comprando productos, estás eligiendo energía, bienestar y futuro. Y si cada uno de nosotros eleva la conciencia de un simple acto cotidiano, estaremos construyendo una economía más humana, una tecnología más ética y, sobre todo, una sociedad más despierta.
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