¿Alguna vez te has preguntado por qué amamos a quien amamos, incluso cuando la razón parece quedarse sin palabras? A veces creemos que elegimos con libertad, que el amor es una decisión consciente nacida de la voluntad o de la afinidad. Sin embargo, el alma —esa parte de nosotros que no aparece en los mapas de la mente— parece tener su propio guion. Uno que escribe antes que nosotros, que elige sin preguntar, y que nos invita, una y otra vez, a comprender que lo verdaderamente humano no siempre pasa por la lógica.
He observado, a lo largo de mi vida y mi trabajo, cómo el amor se convierte en un espejo que revela lo que cada uno no ha querido ver de sí mismo. No hablo solo del amor de pareja: también del amor por un proyecto, por una causa, por un equipo o por una empresa. En todos esos ámbitos se activa el mismo impulso inconsciente que nos conecta, nos atrae o nos repele. Amar es, en esencia, encontrarnos con lo que necesitamos sanar, trascender o comprender.
Mercedes de Francisco, psicoanalista española, dice que “el amor es una elección absolutamente inconsciente; no eres dueño de tu elección”. Y esa frase resuena con fuerza porque nos enfrenta a la paradoja más hermosa y desafiante de la existencia: creemos que amamos libremente, pero en realidad, el amor nos elige para enseñarnos. Cuando entendemos eso, dejamos de resistir y comenzamos a fluir; dejamos de querer controlar y empezamos a observar.
En la vida empresarial, este principio también se manifiesta. He visto líderes que construyen sus equipos basándose en competencias técnicas, sin darse cuenta de que el alma de la organización se nutre de las resonancias invisibles entre las personas. Un buen líder no solo dirige; también se deja afectar. Comprende que su gente no llega por azar. Cada colaborador, cada socio, cada cliente, incluso cada conflicto, es una pieza en el mapa inconsciente del propósito.
Así como en el amor de pareja proyectamos lo que no hemos resuelto, en la empresa proyectamos nuestras creencias sobre el poder, el éxito y el valor propio. Quien no ha sanado su necesidad de control, crea culturas autoritarias. Quien teme perder, limita la innovación. Quien no se ama, difícilmente puede inspirar amor por una marca o por una visión compartida. Y no se trata de psicología barata ni de discursos motivacionales: es un hecho observable en toda estructura humana.
Cuando un emprendedor nace desde el ego, busca resultados. Cuando nace desde el alma, busca sentido. El primero construye procesos; el segundo, propósitos. En esa diferencia radica la sostenibilidad real de cualquier proyecto. Porque lo que proviene del alma se sostiene incluso cuando el mercado se tambalea, cuando el algoritmo cambia o cuando el mundo parece ir demasiado rápido.
El amor inconsciente también se manifiesta en los vínculos que nos atan al pasado. A veces permanecemos en relaciones —personales o laborales— no por amor, sino por lealtad al sufrimiento conocido. Nos cuesta soltar porque confundir la costumbre con el amor es una de las trampas más humanas que existen. Sin embargo, cuando comprendemos que no elegimos desde la mente, sino desde las memorias internas que buscan ser vistas, algo en nosotros se libera.
Recuerdo una conversación con un empresario que decía: “No entiendo por qué siempre contrato personas que terminan traicionándome”. Le respondí: “Tal vez no las eliges tú. Tal vez te elige una parte tuya que todavía teme ser traicionada”. Hubo silencio, y luego una sonrisa que decía más que cualquier palabra. Comprender que no somos dueños absolutos de nuestras elecciones nos devuelve a un estado más humilde y más consciente. Ya no se trata de controlar, sino de aprender.
El amor inconsciente no es irracional; es profundo. Es la fuerza que mueve las corrientes invisibles de nuestra vida. Nos lleva hacia experiencias que nos duelen, pero también nos transforman. En el fondo, el alma no busca placer, sino evolución. Y la evolución, aunque duela, siempre nos conduce hacia una versión más libre de nosotros mismos.
Hoy, cuando las relaciones humanas parecen cada vez más mediadas por algoritmos, por pantallas y por estadísticas, recordar que el amor no es una ecuación sino un misterio nos devuelve humanidad. En tiempos de inteligencia artificial, el verdadero desafío es recuperar la inteligencia emocional y espiritual. La tecnología puede ayudarnos a comunicarnos, pero solo el amor —ese impulso que no controlamos— nos enseña a comprendernos.
Desde el punto de vista de la neurociencia, gran parte de nuestras decisiones afectivas se gestan en áreas cerebrales no conscientes: el sistema límbico, la amígdala, la memoria emocional. Pero lo interesante no es solo el dato biológico, sino su simbolismo: incluso en lo más racional del ser humano, el misterio sigue presente. No hay algoritmo que pueda medir la química de una mirada o el magnetismo de una conexión que no tiene explicación.
Y quizás por eso amar es, también, un acto de fe. Fe en el otro, fe en la vida, fe en que lo que no entendemos ahora nos conducirá a comprendernos mejor después. Amar sin entender no es debilidad; es rendirse ante el misterio de ser humanos. No podemos programar el amor como programamos un software, ni administrarlo como un recurso contable. Pero sí podemos elegir vivirlo con conciencia, gratitud y propósito.
Cuando miro hacia atrás en mi camino —como empresario, psicólogo, ingeniero y ser humano— comprendo que todo lo que amé me trajo hasta aquí. Incluso lo que dolió. Incluso lo que no entendí. Porque amar, al final, no es poseer; es permitir que algo o alguien nos transforme. Y cada transformación es un paso más hacia el propósito de nuestra existencia.
El amor inconsciente no nos pertenece, pero nos atraviesa. No lo decidimos, pero lo encarnamos. Y en esa entrega silenciosa aprendemos a ver la vida con los ojos del alma, no de la mente. Tal vez ahí radique la verdadera libertad: no en elegir lo que queremos, sino en aceptar lo que la vida nos elige para aprender.
Así como una empresa no puede amar a su mercado si no ama su esencia, un ser humano no puede construir relaciones sanas si no se conoce. El amor no se improvisa: se cultiva, se comprende, se honra. Y en ese proceso descubrimos que todo vínculo —sea personal, laboral o espiritual— es una oportunidad para crecer.
No existe empresa sin amor, porque el amor es la energía que da sentido a toda creación. El emprendedor que ama lo que hace, irradia. El líder que ama a su equipo, inspira. El ser humano que ama sin condiciones, transforma. Por eso, si hoy estás leyendo estas líneas y sientes que algo en tu vida necesita sanar, no lo niegues: obsérvalo. Tal vez no elegiste ese amor, pero ese amor te eligió para despertar.
Si este mensaje resonó contigo, te invito a conversar sobre los vínculos invisibles que nos mueven —en la vida, en la empresa o en el alma—. Agenda una charla conmigo y sigamos explorando cómo amar con conciencia puede transformar nuestras decisiones.
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