¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste si estabas verdaderamente bien?
No me refiero a lo que respondes en una reunión, ni al emoji que eliges para describir tu día. Me refiero a lo que callas en la ducha. A eso que no le cuentas ni a quien más confías. A ese “estoy bien” automático que en realidad significa “ya no sé cómo más pedir ayuda”.
A lo largo de mi vida, desde que decidí dedicarme a formar líderes, emprendedores y seres humanos conscientes —y desde mucho antes, en mis propias noches de oscuridad— he visto de cerca ese abismo silencioso llamado depresión. No siempre tiene nombre. A veces solo se manifiesta como cansancio crónico del alma. O como esa sensación de vivir con el cuerpo encendido pero el espíritu en piloto automático.
En días recientes leí un artículo que analiza críticamente el uso del litio en la depresión unipolar. Una revisión seria, técnica, rigurosa. Valiosa, sin duda. Y sin embargo, me quedé con una sensación profunda en el pecho: seguimos buscando soluciones bioquímicas para dolores que a veces no nacen en el cerebro, sino en el alma.
No me malinterpreten. No estoy en contra del avance científico. Como ingeniero de sistemas y consultor empresarial, soy amigo de la tecnología, de la evidencia, del análisis lógico. He aplicado la inteligencia artificial en procesos contables, fiscales y de automatización con resultados impresionantes. Pero también soy hijo de la vida. He llorado junto a personas que se sienten vacías a pesar de tener “todo resuelto”. Y he aprendido que no hay algoritmo que reemplace la necesidad de sentido.
Y también he visto algo milagroso: seres humanos que comienzan a sanar cuando se les permite volver a ser escuchados, abrazados, validados. Que encuentran luz no porque su medicación haya sido la correcta, sino porque al fin alguien les dijo: “no estás loco, estás herido… y aquí estamos para sanar contigo”.
Cuando fundé Todo En Uno.Net, no lo hice solamente para estructurar procesos empresariales o digitalizar operaciones. Lo hice para demostrar que una organización puede ser también una comunidad de sentido, de humanidad, de escucha. Que podemos integrar la lógica de la eficiencia con la ternura del cuidado. Porque si algo he aprendido es que la vida no se trata solo de funcionar… sino de florecer.
Una de las experiencias más transformadoras que he vivido fue acompañar a un joven emprendedor —no diré su nombre, por respeto— que llevaba dos años medicado por depresión. Había intentado quitarse la vida. En sus ojos habitaba una tristeza que no se explicaba con cifras. Lo vi crecer, llorar, gritar, escribir. Lo vi darse permiso de preguntarse para qué había venido a esta tierra. Y un día, en medio de una conversación, me dijo: “Julio, creo que mi dolor era mi forma de pedir un nuevo nacimiento. No quería morir… quería dejar de vivir como alguien que no era yo”.
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