Muchos me preguntan cuál ha sido la clave para sostener un proyecto empresarial por más de tres décadas, en un país como Colombia, con sus altas y bajas, y en un mundo que cambia a velocidades vertiginosas. La respuesta siempre los sorprende: son los rituales invisibles, los espacios cortos pero sagrados, los minutos que uno se regala para sí mismo. No es solo estrategia. Es intención diaria. Esos minutos donde uno se sienta a dialogar con su conciencia, a escuchar su cuerpo, a volver al centro.
Hace poco leí un texto que resonó profundamente conmigo: hablaba del poder de invertir apenas tres minutos al día en eso que más postergas. Tres minutos para lo que sueñas, pero no inicias. Tres minutos para esa conversación que evitas contigo mismo. Tres minutos para escribir, leer, respirar, agradecer, moverte, decidir. Y lo más curioso: tres minutos, bien usados, tienen más impacto que tres horas desperdiciadas en el ruido del mundo.
Quiero contarte algo muy personal. Cuando tenía apenas 23 años, ya me encontraba liderando proyectos tecnológicos en medio de un país que atravesaba tiempos difíciles. Muchas veces, la presión era asfixiante. Pero sin saberlo del todo, comencé a adoptar un hábito que se convirtió en mi ancla: cada mañana, antes de prender cualquier equipo, antes de leer un solo correo o responder una sola llamada, me tomaba exactamente tres minutos para sentarme en silencio. Cerraba los ojos, respiraba, y preguntaba: “¿Quién quiero ser hoy?” Esa pregunta cambió mi vida.
A lo largo de los años, ese hábito se transformó. Hoy, a mis 52, sigo honrando ese espacio. A veces son más de tres minutos, a veces menos. Pero siempre están. Porque entendí que en esos breves momentos no se trata del tiempo, sino del encuentro. Del permiso de volver a ser, sin expectativas externas.
En los procesos de acompañamiento a líderes y emprendedores que realizo en Todo En Uno.Net y la Organización Empresarial Todo En Uno, me doy cuenta de que el mayor obstáculo para el cambio no es la falta de herramientas, sino la desconexión interna. Vivimos tan enfocados en hacer que olvidamos ser. Corremos todo el día para apagar fuegos, sin darnos cuenta de que el mayor incendio lo llevamos dentro: la ansiedad, la insatisfacción, el vacío que deja el vivir hacia afuera.
Por eso, cuando comparto este principio de los tres minutos al día, algunos me miran escépticos. Les parece demasiado simple. Demasiado suave para un mundo exigente. Pero lo simple no es sinónimo de superficial. Lo simple es esencial. Y, paradójicamente, es lo que más nos cuesta sostener.
Tres minutos al día pueden convertirse en el ritual que active tu conciencia. Puede ser meditación, puede ser escritura, puede ser un repaso amoroso de tu agenda desde la gratitud. Puede ser mirar por la ventana y recordar que estás vivo. Puede ser colocar tu mano en el pecho y repetir: “Aquí estoy. Y soy suficiente”.
En una cultura que idolatra la productividad y la rapidez, detenerse por tres minutos parece un lujo. Pero es una revolución silenciosa. Es una forma de decirle al mundo que no serás devorado por su urgencia. Que eliges habitarte antes de exponerte. Que lideras tu mente antes de intentar liderar a otros.
Y no, no siempre es fácil. Habrá días donde esos tres minutos se sientan como una batalla interna. Donde tu mente te grite que no hay tiempo, que tienes correos pendientes, hijos que atender, cuentas que pagar. Pero en esos días, es cuando más necesitas detenerte. Porque el caos externo es solo el reflejo de tu estado interno.
En mis sesiones privadas con líderes, solemos practicar esto como ejercicio inicial: una pausa consciente de tres minutos. No falla. Siempre trae claridad. Siempre muestra lo que estaba oculto. Siempre revela una emoción, una necesidad, una decisión postergada. Porque el silencio, cuando se permite, habla. Y habla con verdad.
Podría contarte historias enteras de empresarios que transformaron su estilo de liderazgo con este simple hábito. Personas que dejaron de reaccionar y comenzaron a responder. Que bajaron sus niveles de cortisol, mejoraron la comunicación con sus equipos, y recuperaron el sentido de por qué comenzaron. Y todo comenzó con tres minutos. Tres. Ni más ni menos.
He enseñado a integrar esta práctica con herramientas como la numerología, el Eneagrama, la inteligencia emocional e incluso la inteligencia artificial. ¿Cómo? Usando recordatorios automatizados que envían una pregunta inspiradora cada mañana. Combinando lo espiritual con lo tecnológico. Porque, como siempre digo, no se trata de elegir entre ciencia y conciencia, sino de integrarlas para servir mejor.
En un mundo donde todos compiten por atención, ¿qué pasaría si tú eliges prestarte atención a ti mismo primero? En un sistema que premia la hiperactividad, ¿y si tú eliges premiarte por tu capacidad de presencia? En un mercado donde el ruido abunda, ¿por qué no ser tú la pausa que transforma?
Recuerda esto: el cambio no empieza con grandes revoluciones externas. Comienza con pequeños actos de amor propio. Y tal vez, el más poderoso de todos, sea darte tres minutos al día para recordar quién eres, hacia dónde vas, y por qué vale la pena seguir caminando.
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