Hay un silencio que no proviene de la ausencia de ruido, sino de la presión de un grito interno que no sabe cómo salir. Ese grito se llama ansiedad. Y lo más curioso de todo es que, aunque nos acompaña más de lo que quisiéramos, preferimos llamarla de mil maneras, disfrazarla con productividad, anestesiarla con entretenimiento o maquillarla con una sonrisa forzada. Pero está ahí, latiendo con fuerza en medio del pecho, susurrándonos que algo no está bien, que algo no ha sido escuchado.
A lo largo de mis años como empresario, mentor y sobre todo, como ser humano profundamente curioso por entender el alma y su conexión con el mundo moderno, me he topado muchas veces con este visitante incómodo. La ansiedad no distingue profesión, religión, edad ni estatus. Puede visitar al emprendedor que no duerme por miedo a perderlo todo, al joven que se compara constantemente con filtros de redes sociales, al líder que se ha olvidado de sí mismo por sostener la carga de todos. Y también me ha visitado a mí, más de una vez, con formas distintas: a veces disfrazada de insomnio, otras de dudas existenciales, otras más, como esa sensación de que el corazón quiere correr mientras el cuerpo está quieto.
Y he aprendido a no pelear con ella. Porque en la batalla, ella gana. Pero en el abrazo consciente, me muestra cosas que mi mente acelerada había olvidado mirar. Me recuerda que soy humano, que estoy vivo, que tengo heridas que no he sanado y que hay caminos que debo ajustar.
Desde mi perspectiva como ingeniero de sistemas, veo la ansiedad como un sistema de alerta inteligente. Como un código que se ejecuta cuando algo en nuestro hardware emocional y espiritual está fuera de balance. Desde mi experiencia como administrador y mentor, la veo como un indicador clave de rendimiento interno: si algo genera ansiedad, entonces merece ser atendido, no solo ejecutado. Y desde mi vivencia como hombre de fe y buscador constante del propósito humano, la ansiedad se convierte en un mensajero sagrado. No es enemiga. Es maestra.
Una vez, en medio de una jornada empresarial en la que lideraba tres proyectos simultáneos, dormía menos de cinco horas diarias y sentía que todo el equipo dependía de mí, comencé a experimentar una opresión constante en el pecho. Mi mente me decía que era estrés, pero mi alma sabía que era más. Decidí detenerme. Fui al bosque, solo, con un cuaderno en la mano y el corazón agitado. Me senté bajo un árbol y escribí sin filtro todo lo que me preocupaba. Lloré. Respiré. Oré. Volví con una certeza: la ansiedad no me estaba destruyendo, me estaba redirigiendo. Me pidió coherencia. Me recordó que yo también importo. Me enseñó que liderar no es cargar, es acompañar.
Culturalmente, muchos aprendimos que sentir ansiedad es una señal de debilidad. Nada más alejado de la verdad. Sentir ansiedad es una señal de humanidad. La ansiedad aparece porque hay algo que necesita ser atendido con amor, con pausa, con conciencia. A veces es la desconexión con nuestro cuerpo, otras con nuestra misión, otras con nuestra fe. Pero siempre, siempre, nos llama a regresar a nosotros mismos.
Hoy, vivimos en un mundo sobreestimulado. Cada minuto hay una notificación, una decisión, una comparación. Nos cuesta estar quietos, porque al quedarnos en silencio, escuchamos lo que hemos estado evadiendo. Y es ahí donde entra la oportunidad. No para rechazar la ansiedad, sino para permitirnos sentirla, traducirla, comprenderla.
Cuando enseño sobre liderazgo, hablo también de gestión emocional. Un líder que no se escucha a sí mismo difícilmente podrá escuchar a los demás. Y un emprendedor que solo ejecuta sin respirar, se convertirá en esclavo de su propio sueño. Por eso, en mi empresa, en mis consultorías y en cada uno de los espacios que facilito, invito a las personas a integrar prácticas como la meditación, la escritura consciente, el descanso con propósito y, sobre todo, la compasión hacia uno mismo. Porque no hay estrategia que funcione si la mente está agotada y el corazón desorientado.
La ansiedad también me ha enseñado algo profundamente espiritual: que muchas veces aparece cuando nos alejamos de la confianza profunda en que todo tiene sentido, incluso el caos. Cuando dejamos de confiar en que la vida tiene un ritmo más sabio que el nuestro, nos sobreaceleramos, nos angustiamos, perdemos el centro. La fe, entendida no como dogma sino como ancla interior, es uno de los antídotos más potentes contra la ansiedad. No porque elimine los síntomas, sino porque nos permite transitar el proceso con otra perspectiva.
Como reformador humanista, creo que el mundo no necesita más velocidad, necesita más profundidad. Necesitamos líderes que se atrevan a detenerse, a preguntarse por su estado interno antes de tomar decisiones externas. Necesitamos empresas que valoren el bienestar emocional tanto como la rentabilidad. Necesitamos tecnología al servicio de la conciencia, no de la evasión.
Y tú, que estás leyendo esto, tal vez lo haces porque hay algo dentro de ti que busca respuestas. Tal vez también has sentido esa presión, ese nudo, esa inquietud. No estás solo. La ansiedad es parte del camino, no un desvío. Te invita a volver a ti, a cuidar de ti, a escucharte. Y cuando te escuchas, te entiendes. Y cuando te entiendes, empiezas a sanar.
Si hoy este mensaje te tocó en algún rincón del alma, te invito a que no lo dejes pasar. No tienes que caminar en silencio ni enfrentar tu ansiedad solo. Agenda un espacio conmigo para conversar, sin juicios, desde lo humano y lo real. A veces, una conversación puede ser el inicio de un nuevo ciclo.
Y si conoces a alguien que necesita estas palabras, compártelas. Quizá hoy, tú seas ese puente de esperanza que otro necesita.
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