Una escena que me marcó hace muchos años ocurrió en una oficina pública. Vi llegar a una mujer mayor, con su carpeta bajo el brazo, una botella de agua, un rosario en la mano y una serenidad que contrastaba con la ansiedad colectiva de quienes esperaban su turno. Ella se sentó, sonrió, cerró los ojos unos segundos y luego simplemente esperó. Mientras tanto, los demás —yo incluido— mirábamos los relojes, reclamábamos mentalmente, nos movíamos de un pie a otro. Pero ella no. Ella parecía saber algo que los demás no entendíamos: que la cola es inevitable, pero tu actitud en ella es opcional.
Esa experiencia me reveló algo más profundo: no estamos esperando un turno, estamos esperando entender. No estamos perdiendo tiempo, estamos perdiendo presencia. Porque detrás de cada cola hay una lección. Detrás de cada espera, una oportunidad de observarte. Detrás de cada retraso, un espejo que te dice cuánto control necesitas para sentirte en paz.
Como ingeniero, siempre quise optimizar los procesos. Como empresario, luché por acortar tiempos, reducir trámites, implementar tecnología. Y como mentor, lo sigo promoviendo. Pero con los años, y con las heridas que también enseñan, descubrí que hay colas que no se pueden evitar porque no están fuera, sino dentro de ti. Son esas esperas que te exigen soltar el ego, cultivar la paciencia, aceptar que no todo se da cuando tú lo decides, sino cuando estás listo para recibir.
En ese sentido, lo que escribió Néstor Santos no solo es una observación social, sino un llamado de conciencia. Porque todos, en algún momento, tenemos que hacer fila: para obtener un documento, para que alguien nos escuche, para perdonar, para sanar, para renacer. Todos estamos esperando algo. Pero lo que cambia todo es desde dónde lo esperamos. Si lo hacemos desde la queja, el juicio o la prisa, la cola se vuelve castigo. Si lo hacemos desde la humildad, la introspección y la gratitud, la cola se transforma en camino.
Y aquí es donde la tecnología entra como aliada o enemiga, dependiendo del nivel de conciencia que tengamos. Hoy tenemos apps para evitar filas, chatbots para resolver trámites, inteligencia artificial para predecir turnos. Pero nada de eso eliminará la cola interior. Esa que se activa cuando pospones decisiones importantes. Esa que se alarga cuando vives distraído. Esa que crece cuando no escuchas tu cuerpo, tu alma, tu necesidad de cambio.
Vivimos en una era donde el tiempo se ha convertido en el nuevo oro. Pero también en una excusa. “No tengo tiempo” es una de las mentiras más populares del siglo XXI. Porque sí tenemos tiempo, lo que no tenemos es claridad de prioridades. Y por eso hacemos filas donde no deberíamos estar, y evitamos aquellas donde sí deberíamos hacer presencia. Pagamos por colas inútiles y escapamos de las colas necesarias.
Si la respuesta es sí, entonces hay una gran tarea pendiente: rediseñar nuestras filas. Las externas y las internas. Usar la tecnología para liberar tiempo, pero no para llenarlo de más ruido. Automatizar procesos, sí, pero para humanizar más las interacciones. Y sobre todo, usar la espera como un laboratorio de transformación personal.
Hoy quiero decirte, con la serenidad que da la experiencia y la humildad que da el aprendizaje: no temas a las colas. Observa cuáles eliges, cuáles evitas, cuáles prolongas innecesariamente. Pregúntate con honestidad qué precio estás pagando por no detenerte. Por no esperar lo que realmente vale la pena. Por no hacer fila en la ventanilla de tu alma.
Y si hoy estás en medio de una “cola”, cualquiera que sea —una crisis, un duelo, un emprendimiento que no despega, una relación que aún no sana— mírala con otros ojos. Pregúntate qué estás aprendiendo. Qué parte de ti necesita ser reconfigurada. Y sobre todo, cómo puedes esperar sin dejar de vivir.
He acompañado a muchos líderes, empresarios, emprendedores y soñadores que llegan a mí diciendo: “Julio, ya no tengo tiempo para esto”. Y después de conversar, descubren que sí tenían el tiempo, pero no la mirada. Que lo que necesitaban no era correr más, sino comprender mejor.
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