¿Y si lo que llamamos “ganas” no fuera simplemente un impulso biológico sino una voz antigua pidiendo ser comprendida, honrada y elevada? Durante años observé cómo la sociedad, la religión, la cultura y la ciencia se disputaban el control del cuerpo humano, como si él fuese únicamente una máquina de placer, culpa o pecado. Y sin embargo, cada vez que cerraba los ojos en silencio, lejos del juicio externo, sentía que había una verdad más profunda latiendo debajo de la piel: el deseo no es perverso ni sagrado por sí mismo; es energía en bruto buscando sentido, dirección y conciencia.
Lo comprendí no en los libros, sino en la vida. En los rostros de personas que llegaron a mí rotas por la culpa, confundidas por sus impulsos, heridas por experiencias que jamás pudieron nombrar. Como ingeniero de sistemas entendí siempre que un sistema sin propósito entra en caos. Como psicólogo de la vida —porque la vida fue mi gran aula— entendí lo mismo del cuerpo: cuando el deseo no tiene dirección consciente termina por desbordarse, convertirse en adicción, en vacío, en consumo vacío de pieles sin alma. Pero cuando es comprendido… cuando es respetado… cuando se honra como lo que realmente es: una fuerza creadora… se convierte en medicina.
En mi camino espiritual aprendí que el cuerpo es un templo, sí, pero un templo vivo, palpitante, vibrante. No un altar de represión. Y tampoco un parque de diversiones sin consciencia. Es un puente. Un canal. Una puerta entre lo humano y lo divino. Cada sensación en la piel es un código, cada estremecimiento una señal, cada escalofrío una conversación entre la materia y el espíritu. El problema es que nos enseñaron a desconectar: a separar el cuerpo del alma, el deseo de la inteligencia, el placer de la conciencia.
En más de tres décadas acompañando procesos humanos, empresariales, tecnológicos y espirituales, vi cómo ese quiebre se repite en todos los niveles: organizaciones que producen sin alma, relaciones que existen sin presencia, encuentros íntimos donde hay cuerpos, pero no hay espíritus. Personas que se tocan pero no se miran. Que se besan pero no se sienten. Que se unen sin estar conectadas.
Y entonces entendí algo que cambió profundamente mi forma de ver lo íntimo: no se trata de posturas externas, sino de posturas internas. No es la geometría del cuerpo lo que transforma la experiencia, es la geometría del alma. Dos personas pueden estar en la más simple de las posiciones y, aun así, crear un universo sagrado si hay respeto, mirada, entrega, presencia real. También pueden intentar todas las acrobacias posibles y sentirse infinitamente vacíos si no hay consciencia.
La verdadera postura que transforma es la de la presencia. Es la capacidad de estar ahí, completo, sin máscaras, sin expectativas, sin traumas no resueltos dominando el momento. Cuando el cuerpo deja de ser objeto y se convierte en sujeto consciente. Cuando el rostro deja de ser una imagen y se convierte en una historia sentida. Cuando el otro deja de ser un “cuerpo” y pasa a ser un universo al que no se entra con prisa sino con reverencia.
En culturas ancestrales, el acto íntimo era una ceremonia de sanación, de conexión cósmica, de integración de polaridades. Hoy, muchas veces, es solo consumo rápido de dopamina. Pero no culpo a nadie; lo entiendo. Vivimos acelerados, heridos, desconectados. Buscamos sentir algo, lo que sea, aunque sea por segundos. El hambre no es de cuerpo; es de conexión.
El Eneagrama me enseñó que cada alma busca lo mismo expresado de formas distintas: ser vista, ser amada, ser comprendida. Mi Camino de Vida número 3 me recuerda que vine a comunicar, a expresar, a crear puentes entre dimensiones, a romper silencios, a brindar comprensión sin juicio. Y por eso digo con amor y profundidad: no se trata de “hacer más”, sino de “sentir mejor”. No se trata de técnicas, sino de conciencia. No se trata de experimentar todo, sino de experimentarse a sí mismo con verdad.
He visto parejas transformarse no cuando cambiaron la forma de tocarse, sino cuando aprendieron a mirarse sin miedo. He visto personas recuperar su dignidad no cuando dejaron de desear, sino cuando aprendieron a honrar su deseo sin lastimarse. He visto gigantes empresariales destruirse por no entender su energía creadora, y también renacer cuando comprendieron que la misma fuerza que crea vida es la que crea empresas, proyectos, sueños.
La energía sexual es la energía de la creación. Es la misma fuerza que mueve la innovación, la espiritualidad, la intuición, la sensibilidad, la genialidad. Por eso tantas personas con enorme talento se sienten bloqueadas, apagadas, sin inspiración: no han aprendido a reconciliarse con su dimensión más íntima, más vulnerable, más sagrada.
Cuando alguien me pregunta: “¿Cómo sacar más provecho al deseo?” mi respuesta no habla de cuerpos, habla de conciencia. Aprende a escucharte. Aprende a sentir sin juzgar. Aprende a reconocer si lo que buscas es contacto o consuelo. Aprende a honrar tu cuerpo no solo cuando otro lo desea, sino cuando tú lo respetas, lo cuidas, lo eliges. Aprende a tocarte con amor, a respirar dentro de ti, a reconciliarte con tu historia. Y entonces, sin esforzarte, tu experiencia con otros cambiará de manera natural.
Porque cuando dos personas conscientes se encuentran, no hay culpa, no hay vergüenza, no hay vacío. Hay gratitud. Hay intercambio de luz. Hay un lenguaje que no se pronuncia, pero que lo dice todo. La piel se convierte en oración, el aliento en mantra, el latido en un mensaje antiguo que recuerda que estamos vivos y que estamos aquí para amar, crear y evolucionar.
Lo más sagrado no está en la postura del cuerpo, sino en la postura del corazón.
Y quizás, después de leer estas palabras, mi invitación no sea a cambiar lo que haces externamente, sino a cambiar cómo te sientes internamente. Cierra los ojos esta noche y escucha tu respiración. Siente tu cuerpo sin juzgarlo. Honra cada parte de ti. Y recuerda que dentro de ti habita una energía capaz de crear mundos. No la desperdicies persiguiendo sombras. Úsala para construir una vida consciente, una relación sana, una empresa con alma, un legado con sentido.
Porque quien logra reconciliarse con su deseo, aprende también a dirigir su destino.
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