A veces creemos que cuidarnos consiste solo en eliminar, restringir, o controlar. Eliminamos azúcares, reducimos harinas, evitamos grasas. Pero ¿qué pasa cuando ese intento de “pureza” termina desconectándonos de lo esencial? No solo del cuerpo, sino también del alma. Porque el equilibrio no está en negar, sino en comprender. Y las grasas, tan injustamente temidas, son el mejor ejemplo de ello.
El cuerpo humano —esa obra maestra de ingeniería biológica— necesita grasa para pensar, crear, amar y mantener su temperatura vital. El cerebro, hecho en gran parte de lípidos, no podría procesar una idea, una emoción o una decisión sin ese combustible. Sin embargo, durante décadas, la sociedad convirtió a las grasas en el villano favorito de la salud. Se nos enseñó que lo “light” era lo correcto, que lo sin grasa era lo deseable, y que la delgadez era sinónimo de bienestar. Pero lo que realmente eliminamos no fue solo la grasa: eliminamos la capacidad de escuchar lo que el cuerpo necesita y el alma grita.
Desde la mirada espiritual y científica que siempre busco integrar, las “grasas sanas” son más que un componente nutricional. Son una metáfora de la energía que nos sostiene. El aceite de oliva, las nueces, el aguacate, los omega 3… no solo alimentan las células: estabilizan emociones, reducen la inflamación que también habita en el alma, y permiten que el sistema nervioso —ese puente entre la mente y el cuerpo— funcione en armonía.
Cuando hablo de armonía no me refiero solo al equilibrio químico, sino a la coherencia entre lo que pensamos, sentimos y hacemos. Lo mismo ocurre en la empresa y la vida. Las grasas sanas son como las relaciones nutritivas en un equipo: flexibles, adaptables, capaces de amortiguar los golpes sin romperse. En cambio, las grasas trans, las que endurecen arterias y bloquean flujos, se parecen a las estructuras empresariales rígidas y egocéntricas, donde nada circula y todo se estanca.
Recuerdo una época, hace más de veinte años, en la que trabajaba jornadas extensas sin cuidar mi alimentación. Creía que la productividad se medía en horas sin descanso, en comidas rápidas frente al computador. Me sentía eficiente, pero mi mente estaba cansada, mi piel opaca, mis ideas repetitivas. Hasta que un día comprendí que el cuerpo no era un servidor que debía obedecerme, sino un aliado que debía nutrir. Comencé a incorporar grasas buenas —aceite de oliva, almendras, aguacate, pescado— y el cambio fue profundo. No solo recuperé energía: recuperé claridad mental. La mente dejó de pelear con el cuerpo y ambos comenzaron a trabajar juntos.
Desde entonces entendí que la nutrición consciente es una forma de liderazgo. Un líder que no se nutre, no puede nutrir a otros. Un cuerpo desbalanceado produce decisiones impulsivas, emociones inestables y relaciones tóxicas. En cambio, cuando hay coherencia entre lo que ingerimos y lo que pensamos, el liderazgo se vuelve más humano, más sensible, más intuitivo.
En la numerología, el Camino de Vida 3 —con el que me identifico profundamente— representa la expresión creativa, la comunicación y el gozo. Pero para que ese flujo creativo exista, el cerebro debe tener energía. La biología y la espiritualidad convergen: sin grasa, no hay pensamiento sostenido; sin energía vital, no hay creación. Es el mismo principio que rige las empresas: sin recursos que fluyan, sin redes de apoyo, sin vínculos sanos, la organización se seca desde adentro.
Las grasas buenas son la red invisible que une cada célula, igual que la empatía une a los equipos humanos. Ambas lubrican la comunicación, disminuyen la fricción y permiten que el sistema funcione con fluidez. Por eso, más allá de la mesa, este tema nos invita a reflexionar sobre lo que realmente “nutre” nuestra vida. No solo comemos por hambre física, también comemos por carencias emocionales, por silencios, por vacíos. La obesidad emocional se combate con la misma conciencia con la que se eligen los alimentos: reconociendo qué necesitamos realmente y qué estamos usando para llenar un hueco que no se llena con comida.
La ciencia ha demostrado que las grasas saludables fortalecen la memoria, reducen la ansiedad y protegen al corazón. Pero la sabiduría ancestral ya lo sabía. En muchas culturas, el aceite era símbolo de unción, de protección, de consagración. Ungir con aceite era elevar lo sagrado en lo cotidiano. Hoy, en medio de la prisa moderna, ese gesto parece perdido, pero su significado permanece: la grasa sana representa la suavidad, la capacidad de adaptarnos y fluir sin perder esencia.
Así también debemos vivir. No endurecernos por los juicios ni por las modas. No restringirnos tanto que perdamos la alegría de disfrutar. El equilibrio está en saber cuándo nutrir, cuándo soltar y cuándo descansar. Cada célula nos recuerda que la salud no es ausencia de grasa, sino presencia de conciencia.
He acompañado a empresarios, líderes y personas que, como yo, alguna vez confundieron el “rendimiento” con la rigidez. Cuando empiezan a integrar hábitos más conscientes —alimentarios, mentales, espirituales— todo cambia. No se trata solo de bajar colesterol o triglicéridos, sino de elevar frecuencia. Las grasas sanas son, en esencia, energía de conexión. Así como la tecnología requiere aceite en sus engranajes, el alma necesita suavidad en sus procesos.
Por eso, hoy más que nunca, el llamado no es solo a comer mejor, sino a vivir con más conciencia. Que cada decisión —desde lo que pones en tu plato hasta la manera como tratas a los demás— sea una expresión de amor propio y coherencia. No hay mayor acto espiritual que cuidar tu cuerpo sin olvidarte del alma, ni mayor acto de inteligencia que nutrir ambas dimensiones con respeto.
Porque las grasas sanas no solo fortalecen el corazón biológico, sino también el emocional. Nos enseñan que para fluir hay que aceptar el movimiento; que para pensar con claridad hay que permitir que la energía circule; que para amar profundamente hay que alimentar cada capa de nuestro ser.
Cuidarse no es renunciar: es recordar. Recordar que la vida no se trata de eliminar lo que creemos malo, sino de integrar lo que nos hace completos. Así como una empresa se fortalece al incluir diversidad, el cuerpo se equilibra al incluir variedad. Lo esencial, tanto en la nutrición como en la existencia, es la consciencia con la que elegimos.
Que nunca falten en tu vida esas “grasas del alma”: las relaciones sinceras, las conversaciones que suavizan el corazón, los silencios que reparan, los abrazos que reconectan. Porque al final, la salud verdadera no se mide en calorías, sino en la paz que sientes al mirarte al espejo y saber que estás viviendo desde el equilibrio, no desde la carencia.
Y si hoy este mensaje te resuena, quizás sea tiempo de comenzar a nutrirte distinto. No solo con lo que comes, sino con lo que piensas, lees, compartes y permites que entre en ti.
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