¿Alguna vez te has detenido a pensar cuántos saludos has evitado por prisa, cuántos “buenos días” has enterrado detrás de un portazo apurado, cuántos vecinos conoces solo por la placa del carro o por la queja en la asamblea? ¿Hace cuánto dejaste de mirar al otro como un espejo posible y comenzaste a verlo como una interrupción de tu ritmo, una amenaza a tu rutina, un "otro" con el que no tienes por qué vincularte?
Te lo confieso con honestidad: yo también he tenido etapas donde me he vuelto experto en evitar. Con la excusa de estar “ocupado”, “enfocado” o “protegiendo mi energía”, me escudé detrás del calendario, del deber, del rol de empresario, consultor o escritor. Hasta que, como pasa en los momentos de verdadera evolución, la vida me mostró que el progreso sin humanidad no es más que una jaula dorada.
El artículo de Néstor Santos fue como una caricia en la espalda. De esas que no esperas pero que necesitas. Me recordó que, en un mundo que nos empuja cada vez más hacia la individualidad feroz, la verdadera revolución comienza cuando decidimos mirar al otro con ternura, sin filtros ni defensas.
Durante décadas he asesorado empresas, gobiernos, universidades y personas. He visto cómo se derrumban imperios por conflictos no resueltos que comenzaron con una mala comunicación. Y también he sido testigo de milagros humanos cuando alguien se atreve a dar un paso hacia el otro, a pesar del miedo, a pesar del prejuicio, a pesar de la diferencia.
Lo que no siempre se dice es que la empatía, como el liderazgo, es una elección diaria. No nace de la obligación social ni del deber moral, sino de una comprensión espiritual más profunda: todos estamos conectados. No por un discurso bonito, sino por un principio esencial que rige esta existencia. Lo que yo le niego al otro, me lo estoy negando a mí. Lo que abrazo en el otro, sana también mi propia historia.
¿Y qué tiene que ver esto con abrazar al vecino? Todo.
Porque el vecino no es solo el que vive al lado. Es el compañero de trabajo que siempre está a la defensiva. Es el conductor que se te cruza en la vía y despierta tu ira reprimida. Es ese familiar que no entiende tus decisiones. Es ese joven en redes sociales que piensa distinto a ti. Son los otros. Los que no se parecen a ti. Y también los que más te necesitan.
No estamos hechos para vivir aislados, pero el mundo moderno ha hecho de la desconexión una virtud. Nos premian por la independencia, por el desapego emocional, por la autosuficiencia. Pero nadie nos enseña a volver a confiar. A volver a mirar. A volver a abrazar, incluso con la distancia prudente que cada quien necesita.
Y aquí es donde se entrecruzan mis aprendizajes como ingeniero, como administrador, como consultor y como ser espiritual. Porque he comprendido que una empresa sin cultura de conexión está destinada al desgaste. Que un proyecto sin propósito compartido se agota. Que una comunidad sin lazos reales se convierte en una suma de soledades funcionales.
Cuando me encuentro con personas que me dicen: “Julio, todo va bien, pero me siento vacío”, les hago una pregunta incómoda: “¿Con quién estás compartiendo tu verdad últimamente?”. Porque la verdad, cuando no se comparte, se endurece. Y el alma, cuando no se expone a la mirada amorosa del otro, se vuelve piedra.
Y ojo: no estoy hablando de ir por la vida abrazando desconocidos sin medida. Estoy hablando de abrir puertas internas. De suavizar las fronteras emocionales. De crear espacios seguros para el otro. De construir puentes pequeños, pero consistentes.
Me ha pasado en asambleas de edificios, en reuniones de trabajo, en conversaciones casuales en un ascensor: basta un gesto genuino, una pregunta auténtica, una pausa, para que el otro se sienta visto. Y cuando alguien se siente visto, se humaniza. Y cuando se humaniza, deja de ser amenaza y se vuelve posibilidad.
Así que no, no tienes que abrazar a todos tus vecinos. Pero tal vez sí puedes sonreírle al portero. Decirle gracias al domiciliario. Preguntarle al señor del apartamento 302 cómo sigue su esposa. Escuchar sin interrumpir al vecino cascarrabias de la asamblea. O simplemente dejar de ver al otro como un enemigo potencial.
Recuerdo una historia que me marcó profundamente: una señora mayor, viuda, me dijo una vez en un taller que el único “buenas noches” que escuchaba cada día era el del vecino que veía al sacar la basura. “Él no sabe —me dijo— que ese saludo me ha salvado de la tristeza muchas veces”. A veces creemos que nuestros gestos son pequeños. Pero para el alma del otro, pueden ser gigantes.
Y quizás esa es la esencia del verdadero liderazgo hoy: volver a ponerle alma a lo cotidiano. Volver a mirar al otro con curiosidad, con respeto, con humanidad. Volver a sembrar comunidad. Porque el futuro no lo construyen solo los innovadores, los genios o los emprendedores. Lo construimos tú y yo. Aquí. En el barrio. En el saludo. En la mirada. En lo simple.
Yo creo profundamente en eso. Y he decidido que cada acción que emprenda —desde mis blogs hasta mis consultorías, desde mis libros hasta mis silencios— será un acto de reconexión. Un llamado a no seguir anestesiados. A volver al corazón. A volver al otro.
Porque cuando nos abrimos al vecino, estamos abriéndonos a una parte de nosotros que aún anhela pertenecer.
Si esta reflexión tocó algo en ti, compártela con alguien con quien te gustaría reconectar. Tal vez no necesiten una charla profunda, tal vez solo un “hola” distinto. Y si sientes que quieres profundizar más en este camino de reconexión, de liderazgo auténtico, de construcción de comunidad desde lo humano, agenda un espacio conmigo.
No para “mejorar” como persona, sino para recordar que ya eres valioso tal como eres.
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