Hola, extraño, aquí está mi corazón

Quizá lo que me está enfermando no es el amor que no he recibido, sino el amor que he dejado de dar.


“Respira”, dijo. “Concéntrate en la respiración”. La voz del instructor era agradable, ligeramente áspera, como olas que se deslizan sobre guijarros. Incluso con los ojos cerrados, sé que estaba sonriendo, disfrutando de la clase de meditación más que yo.

“Eso es, inhala y exhala”, afirmó. “Solo la respiración. No hay nada más de qué preocuparse”.

Suena fácil, pero el problema es que en los últimos años me he hallado en un estado casi constante de ansiedad, y donde más la siento es en el pecho, en mi incapacidad para respirar correctamente. Así que enfocarme en mi respiración significa enfocarme en mi enfermedad.

El instructor no dejaba de repetir esa horrible palabra: respirar. “¿Cómo puedo respirar, si tengo el corazón roto?”, quería gritar. Normalmente no soy proclive a esos arranques sensibleros, pero tal es la prerrogativa de los que tienen el corazón roto.

“¿Qué sucede?”, preguntó el instructor.

Cuando abrí los ojos, estaba de pie frente a mí, una figura imponente, de 2 metros de altura, vestida de blanco y con el pelo a juego. Temo que me diga lo que suele decir a la clase: que esta práctica, si lo permitimos, puede ser un acto de amor propio. En ese momento, dejo de respirar por completo. Este señorcito vestido de blanco se atrevía a hacer pucheros y, cuando intentó ponerme la mano en el pecho, me aparté. Acto seguido, me levanté y me fui de allí.

Lo que me parece extraño de tener a la vez ansiedad y el corazón roto es su volatilidad cuando se combinan, la facilidad con la que se puede estallar en ira. Fuera del centro de meditación, me dieron ganas de tirar una piedra a través de la ventana tan esmerilada que lucía glaseada, como una galleta de Navidad. Pero al volver a casa me sentí avergonzado. Empecé a llorar.

Es posible que mi corazón roto sea como el tuyo. Esta parte de la historia es bastante común, sobre todo últimamente. En los últimos años, cuatro de mis amigos murieron, dos de covid. Mi círculo social nunca ha sido extenso —hasta hace poco contaba con unas 12 personas—, así que la pérdida de un tercio de ellos ha sido profunda.

A la par, las pérdidas se acumularon en mi familia. Tres de mis queridas tías, mujeres poderosas que me habían protegido de niño, dejaron de existir, una tras otra. Como fue durante la pandemia, dos de ellas murieron solas, sin la compañía de sus familiares. Los funerales se pospusieron, algunos de manera indefinida, lo que hizo que sus pérdidas se sintieran irreales. Aún no he asimilado del todo cuánto ha cambiado mi vida en tan solo unos cuantos años.

A menudo me refugio en los recuerdos, pensando en los que ya no están, en las personas que, en mi devoción por ellas, moldearon mi vida y le dieron sentido. Enrique, el pintor con el que, durante 25 años, hasta la pandemia, pasé todos los veranos. En innumerables noches cálidas y húmedas, nos sentamos en su balcón sobre una laguna, bebiendo tequila. Cuando lo escuchaba hablar de arte y política, de la flora y la fauna de México, siempre podía respirar.

Enrique murió de covid.

Pienso en mi primo Frankie, quien se enfrentó a la homofobia que yo solía sufrir por parte de otros miembros de mi familia. Me decía que tuviera paciencia, que los tiempos estaban cambiando. “Siempre estoy aquí para ti”, me dijo. Frankie murió el año pasado, a los 53 años.

Luego estaba mi amiga Janet, a la que le gustaba fumar marihuana y tocar el dulcémele. Janet me brindó un lugar donde vivir cuando estuve perdido, y durante muchos años me dio de comer cuando tuve hambre. Murió apenas dos semanas después de que le diagnosticaran un tumor cerebral.

Mi tía Theresa también murió, de covid. Solía escribirme todos sus correos electrónicos en mayúsculas, afirmaciones audaces llenas de faltas de ortografía y mala gramática que me mantenían humilde y nunca me dejaban olvidar de dónde venía: “Envié a Jen para que comprara el periódico con tu artículo y me dijo que te dijera que la próxima vez que escribieras una nota la publicaras en un lugar más barato, como la revista People”.

Me pregunto cómo es posible que toda esa gente se haya ido, y tan deprisa. Lo repentino de todo esto me ha dejado paralizado. Además de la ansiedad, he experimentado lo que en medicina se llama “despersonalización”. He tenido episodios aterradores de jamais vu, en los que las cosas que me son familiares —mi casa, mi barrio, las montañas— me parecen cosas que nunca he visto antes.

Es como si ya no supiera dónde estoy, ni siquiera quién soy. Tal vez porque mi sentido del yo siempre se ha definido por la entrega del amor. La formulación, al menos para mí, nunca ha sido “existo, luego amo”, sino “amo, luego existo”.

Entonces, ¿qué voy a hacer ahora que aquellos a quienes más amaba han desaparecido?

Una vez, en una novela, escribí esto sobre el dolor: “El cuchillo estaba especialmente afilado cuando los que más merecían tu bondad se habían ido hacía tiempo. Y, a menos que quisieras morir de pena, tenías que dar esa bondad sin usar a los que querías menos”. Pero, a diferencia de mis personajes, me ha costado volver a amar, no solo a gente nueva, sino también al mundo, un mundo que ya no siento como mi hogar.

Por supuesto, hay amigos, aún vivos, a los que puedo dar más. Pero muchos de ellos están lejos. Además, sé que en parte soy culpable de mi situación. Los últimos años me han vuelto precavido, y quizá incluso un poco frío. Paso demasiado tiempo solo. Me he aislado del mundo. Asustado, he rechazado nuevas oportunidades de amor. Como muchos, durante la pandemia aprendí una peligrosa lección sobre cómo sobrevivir aislado. Puede que nuestros corazones, al intentar protegerse, se hayan hecho más pequeños. Sé que esto es cierto en mi caso. Y sé que me está matando.

Al instructor de meditación le gusta decirnos: “Ustedes son amados”, como si fuéramos niños a los que hay que mimar. Pero me parece que es al revés. Quizá lo que me pone enfermo no es la falta de amor recibido, sino el amor que he dejado de dar.

La clase suele parecer indulgente, una manera de calmar nuestras almas cansadas con halagos. En este método occidental de la meditación, no hay disolución del yo. Es más como un spa, un lugar para rejuvenecer. Por supuesto, una vez que seamos mejores versiones de nosotros mismos, nos asegura el instructor, estaremos mejor equipados para servir al mundo. Aunque nunca ha pronunciado la frase, todo en su planteamiento parece sugerir aquel tedioso cliché: ¿Cómo podrás amar a los demás, si no puedes amarte a ti mismo?

Pero me he dado cuenta de que, desde las pérdidas de la pandemia, he estado pensando demasiado en mí mismo. La pena, la ansiedad, incluso este tipo concreto de meditación, todo ello me ha puesto en el centro de la historia. Cuando lo que quiero es escapar de mí mismo. El amor, en el mejor de los casos, debería ser extático, una oportunidad para ir más allá de los márgenes del propio cuerpo, el mismo lugar donde últimamente me he sentido atrapado.

Cuando le dije al profesor que no iba a seguir en la clase, me preguntó por qué. Le respondí vagamente: “No es lo adecuado para mí”, y cuando intentó sonsacarme con sus inquietantes ojos de hipnotizador, hablé con más sinceridad. Mencioné mi ansiedad. Le dije que ya no podía mirar dentro de mí, que necesitaba mirar hacia fuera.

Quedé atónito cuando me preguntó si había probado Meta, pensando que me iba a sugerir que lo siguiera en Instagram. Le dije que no creía que las redes sociales pudieran ayudarme.

Puso cara de confusión y luego me explicó que estaba hablando de otro tipo de meditación llamada Metta. La meditación de la bondad amorosa. Me dijo que, al hacerla, no piensas en ti mismo para nada; diriges toda tu energía hacia los demás, a menudo hacia los desconocidos.

Cuando me sonríe, es como una lección.

“Cuéntame más”, le dije.

Metta forma parte ahora de mi práctica diaria. Todos los días, mientras voy de compras o hago mandados, elijo a alguien, un desconocido que parece tener dificultades, en quien detecto una sombra de tristeza. En la actualidad, no es difícil encontrar a esas personas. El hombre de la sudadera rota que pasea a su perro cojo junto a las vías del tren. La mujer con un carrito de compras vacío que recoge monedas en un estacionamiento.

Y entonces, al final de la tarde, en casa, normalmente mientras se pone el sol, cierro los ojos e imagino a mi desconocido. Digo en voz alta las palabras que me enseñaron, palabras que al principio me parecían falsas y cursis pero que ahora siento como mi canción favorita.

“Que estés sano y libre de dolor”.

“Que tu vida esté llena de felicidad”.

“Que encuentres la paz”.

“Que siempre te traten con amabilidad”.

Me siento con mi desconocido, repitiendo esas frases durante 15 minutos. Me siento y respiro. Y recuerdo.

Amo, luego existo.

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Julio Cesar Moreno Duque

soy lector, escritor, analista, evaluador y mucho mas. todo con el fin de aprender, conocer para poder aplicar a mi vida personal, familiar y ayudarle a las personas que de una u otra forma se acercan a mi.

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