La psicología define la paranoia como un estado de aprensión por la creencia de que el mundo es peligroso y la sospecha de que los demás quieren hacernos daño, como en una especie de conspiración en contra nuestra que nos impide la percepción de ser felices, por la constante amenaza percibida. De hecho, si se convierte en una sensación persistente, constituye uno de los trastornos señalados en la psicopatología moderna.
Pero la paranoia no es la única forma de pensar de manera negativa. La famosa Ley de Murphy, derivada de la frase del ingeniero aeroespacial Edward Murphy, quien en 1949 dijo: “cuando algo puede salir mal, saldrá mal”, revela un sesgo cultural que muestra una tendencia al pesimismo, una focalización selectiva en las ocurrencias negativas.
De hecho, en 1995, el científico inglés Robert Mathews hizo un experimento con más de diez mil ensayos en los que dejaba caer al suelo galletas con mantequilla, sin encontrar diferencias estadísticamente significativas sobre el lado en que estas caían. Y explicó que el lado sobre el que caían las galletas, obedecía más a leyes de la física, como posición del lanzamiento, altura y velocidad, que a leyes que incitaban a lo nefasto.
Sin embargo, seguimos pensando que la galleta cae más del lado de la mantequilla. Esta percepción, que no tiene evidencia empírica real, se debe a que cuando así sucede, lo interpretamos como el hecho natural, como la tendencia a que las cosas salgan mal, y cuando la galleta cae del lado limpio, asumimos que es una excepción, algo extraño, que pocas veces se da. Esto se basa en el principio de que lo negativo hace más figura en la mente humana, y capta más nuestra atención.
Una visión contraria a esta tendencia de percepción negativa, es la pronoia. Este término, utilizado por primera vez por el Dr Fred Goldner, en 1982, denota la idea de que el mundo conspira a favor nuestro, que todo está dado para que las cosas salgan bien, y que, no importa cómo lo intentes, obtendrás los resultados esperados. Una forma de optimismo generalizado, en la que las probabilidades de éxito están aseguradas porque pensamos que así lo tiene definido el destino. Esta forma de asumir la vida, constituye una falacia, un engaño, que nos lleva a evitar acciones en las que no nos sentimos seguros del triunfo, a negar las posibilidades de fracaso, y nos envuelve en una cápsula de cristal, en un optimismo ingenuo, en el que cualquier situación de adversidad puede generarnos un caos insoportable.
Cuando nos acostumbramos a que las cosas nos salgan bien, o cuando queremos ver que todo nos sale bien, independientemente de cómo las hagamos, podemos caer en una especie de infalibilidad aprendida, es decir, la creencia de que todo en el entorno que nos rodea está a nuestro favor. Esto puede ser valorado como positivo, al sentir que se obtiene éxito en todo lo que se emprende, cayendo en una especie de zona de confort, en la que dejamos de esforzarnos para luchar por metas trascendentes y significativas. Sin embargo, ante el primer tropiezo, ante la primera señal de que algo puede salir mal, nos percatamos que no hemos desarrollado estrategias suficientes para afrontar la adversidad, y el golpe anímico será mayor.
El pensamiento realista implica analizar los riesgos, potencialidades, demandas, expectativas y posibilidades de acción ante una situación. El optimismo no es una manera romántica de ver el mundo de manera ilusoria y sesgada, sino de considerar posibilidades de éxito en cada tarea o desafío que emprendemos, y de no resultar como se espera, tener la convicción y fortaleza para salir adelante, motivados por la experiencia de aprendizaje vivida.
El mundo no conspira ni a favor ni en contra nuestra. Las cosas simplemente suceden. Lo que importa es la actitud que asumimos al enfrentar lo que nos ocurre.