Si todo fuera tan fácil como consultar en la bola de cristal, muchas parejas la tendrían en la mesa de centro para prever las épocas de conflicto. Un acercamiento a la llamada “crisis de los siete años”.
No se sabe en qué momento se asumen como ciertas algunas ideas y prejuicios, hasta el punto de que se espera que sucedan, como si fueran ley universal. Son tan relativas las suposiciones como la que invoca una gran crisis en las relaciones en cada septenio.
Chiquinquirá Blandón, sicóloga y terapeuta de pareja, afirma que no puede confirmar ese mito: “Si viéramos las estadísticas, encontraríamos que las crisis se presentan en personas que cuentan con un mes de casados hasta las que llevan 50 años de convivencia. En estos momentos, incluso, los matrimonios de más de 30 años que se consideraban estables están tambaleando”.
Y continúa: “Esto quiere decir que las crisis se dan a cualquier edad, porque, en general, más que los años de compartir, las producen los cambios y lo que ellos conllevan: el nacimiento de un hijo, el desempleo, una actitud, un rasgo de personalidad, un comportamiento de la pareja que no se puede tolerar o aceptar, una enfermedad crónica, sentirse ofendido por algo que la pareja dijo o hizo, entre otros. De manera que en mi larga trayectoria no he visto en los consultantes que sus crisis se produzcan cada siete años”.
Las crisis se ven venir porque la dinámica de la relación cambia, hay más o menos tiempo para compartir, menos diversión, menos expresión de afecto, menos planeación hacia el futuro, menos sexualidad, menos comentar las preocupaciones y los logros. Hay más discusión, más tensión, más reproche, más intolerancia, más impaciencia con la pareja.
Los picos para las crisis no se presentan de manera igual para todas las parejas, pueden ser los primeros cinco años de convivencia, cumplir cuarenta años en las mujeres, cincuenta en los hombres, vivir el síndrome del nido vacío (cuando los hijos crecen y se van de casa). Estas situaciones hacen más vulnerables a las personas que no tienen una relación fundada en principios sólidos de pareja y a las personas que carecen de salud emocional.
El mito bajo otra perspectiva
A lo largo de la historia universal y desde distintas culturas, los números han sido representaciones de la vida y muchas de ellas coinciden en la percepción del siete como número sagrado que significa transformación. Cada pueblo, llámese griego, hebreo, indio, chino, incluso culturas prehispánicas de América como los aztecas, han dado una explicación distinta según su relación con el entorno y sus creencias (también llamada cosmogonía).
El siete tiene relación directa con la naturaleza y la cultura, como los colores del arco iris, las notas musicales, los mares del mundo (los conocidos en la Edad Media, hoy se calcula que son más de cien). Tiene relaciones religiosas como en el legado que el judaísmo dejó al cristianismo, en conceptos como los días de la creación, las bienaventuranzas, los sacramentos, los pecados capitales, entre otros. En el hinduismo y algunas culturas de Asia, siete son los chacras (puntos energéticos del ser humano) y los niveles de conciencia.
Desde una mirada más pragmática, el siete marca de manera evidente los momentos de cambio en la vida del ser humano. La medicina y otras ciencias les han dado nombres precisos a los períodos que están directamente relacionados con el desarrollo. De 0 a 7, infancia; de 7 a 14, preadolescencia; de 14 a 21, adolescencia; de 21 a 28, adulto joven; de 28 a 35, adulto; de 35 a 42 consolidación del ser y del hacer; de 42 a 48 madurez; de 48 a 56, plenitud; de 56 a 63, adulto mayor; de 63 en adelante sigue un camino de liberación, de cosecha, de felicidad, que tampoco está exento de crisis.
Así como los cambios físicos relacionados con los septenios (por ejemplo pasar de niño a preadolescente), no suceden de un día para otro, en lo emocional tampoco. Son períodos tan cortos o largos como cada individuo pueda transitarlos. Cada etapa de la vida plantea un reto que nos pone en crisis con nosotros mismos, y si se está en una relación, con seguridad la pareja lo percibirá o se reflejará en ella.
De manera que después de esta mirada paralela sobre el origen del mito de la crisis de los siete años, y en coincidencia con la opinión de la sicóloga Chiquinquirá Blandón, son los cambios y la permanente evolución lo que nos hace entrar en crisis como individuos y como pareja. Y no se les debe temer, porque de ellas surgen mejores seres humanos, más claros y decididos a compartir con el otro.
Cómo afrontar las crisis
Reconocerse primero como individuo antes que como pareja, para actuar con serenidad, independiente de cuán enojado o fuera de sí se encuentre el otro.
Tener mucha calma, no tomar decisiones apresuradas, no buscar culpables, tomar distancia emocional de lo que sucede para ver con claridad qué está pasando, qué opciones se tienen para manejar la situación y qué no está en sus manos.
Cambiar la actitud frente a las crisis, asumirlas como algo propio de la vida de la relación, es una oportunidad de evolución, de crecimiento del vínculo con el otro, porque la experiencia muestra que las parejas que comprenden que la vida es de ciclos: vida, muerte, vida, muerte, están mejor preparadas para asumir la crisis y que una vez la asumen salen fortalecidas.
Vivir la muerte (de un comportamiento, de una forma de ser o de hacer negativos) como parte de la evolución, como una “mutación”, morir también es dejar atrás concepciones o actitudes que no dejan avanzar. Esas pequeñas o grandes transformaciones que vivimos son las que nos permiten reconocer y superar defectos, soltarnos de ataduras, crecer, ser más felices como individuos, para poder compartir en armonía con el ser amado.
Las crisis, bien manejadas, son positivas y permiten crecer como individuos y fortalecer los vínculos como pareja.