Cuando el alma ve sin imágenes: una reflexión sobre la afantasia, la mente moderna y la verdad interior



¿Alguna vez te has detenido a pensar qué ocurre en tu mente cuando recuerdas el rostro de alguien que amas? ¿O cuando imaginas un camino por el que te gustaría caminar mañana? Para la mayoría de las personas, estos ejercicios se traducen en imágenes que aparecen con naturalidad, casi como una película silenciosa proyectándose en la pantalla interna de la mente. Pero existe un grupo de seres humanos —más grande de lo que creemos— para quienes esta pantalla está apagada. No porque no quieran imaginar, sino porque simplemente no pueden. A esta condición se le conoce como afantasia, la incapacidad de generar imágenes mentales.

Cuando descubrí este fenómeno hace algunos años, mi reacción inicial fue una mezcla de asombro y profunda reflexión espiritual. ¿Cómo vive el mundo una persona que no puede visualizar? ¿Cómo construye recuerdos, sueños, esperanzas? ¿Qué significa mirar hacia adentro cuando no hay imágenes que acompañen el pensamiento? En una sociedad que idolatra la visualidad y que mueve su energía en torno a pantallas, fotos, videos, símbolos y representaciones, la afantasia se convierte en un recordatorio de algo esencial: no todos percibimos la realidad de la misma manera, y la riqueza humana nunca ha dependido de un solo tipo de percepción.

Lo que más me ha impresionado al conversar con personas que viven con afantasia es que, lejos de considerarlo una limitación absoluta, muchas de ellas han desarrollado formas extraordinarias de comprender el mundo. Donde otros ven imágenes, ellos escuchan estructuras. Donde unos necesitan visualizar para recordar, ellos acceden a una red de significados, órdenes, sensaciones y certezas internas que nos recuerdan que la mente humana es más vasta que cualquier definición rígida que intentemos construir. Algunos tienen una memoria impecable; otros poseen una claridad conceptual luminosa; otros sienten, con una profundidad casi poética, aquello que otros solo pueden narrar con palabras.

Y es ahí donde comienzo a comprender, desde mi camino como ser humano, como empresario, como psicólogo de alma y como ingeniero de formación, que la afantasia no es una enfermedad: es una manera distinta de habitar la conciencia.

Para un maestro reformador humanista —como me he permitido serlo y seguir evolucionándolo— la diversidad perceptual del ser humano es un territorio sagrado. No hay un único modo correcto de pensar, ni una única forma válida de sentir, ni una única estructura para imaginar. Aprendí hace décadas, cuando comencé a guiar a líderes y organizaciones, que cada persona viene equipada con un mapa mental único, irrepetible, que no puede ser reducido a estándares ni manuales. Y la afantasia nos prueba, quizá como pocas condiciones, que el valor de un ser humano no está en lo que puede visualizar, sino en lo que puede transformar.

Cuando estudiamos la afantasia desde una perspectiva clínica o neurológica, encontramos explicaciones que nos ayudan a comprender su mecanismo. Pero cuando la vemos desde la espiritualidad, la creatividad y la vida cotidiana, nos damos cuenta de que abre una puerta fascinante hacia la pregunta más antigua de todas: ¿qué es realmente la imaginación? Porque no es solo la capacidad de ver imágenes en la mente. La imaginación es la capacidad de crear significado. Es la habilidad de proyectar futuros posibles. Es el puente entre lo visible y lo invisible. Y ese puente puede construirse con imágenes… o con sensaciones, o con palabras, o con certezas internas que no necesitan forma para ser verdad.

He conocido emprendedores con afantasia que lideran equipos de manera brillante, porque su pensamiento no se dispersa en imágenes, sino que se enfoca en procesos. He acompañado a jóvenes con afantasia que escriben poesía que toca el alma, porque no describen paisajes visuales, sino paisajes emocionales. He escuchado a personas que, aun sin visualizar, pueden sentir a Dios con una pureza que nos desarma. Y ahí entendí que la ausencia de imágenes no implica ausencia de espiritualidad; al contrario, a veces permite una conexión más profunda con lo esencial, porque no hay filtros ni símbolos que interpongan distancia.

En mi propio camino —que integra el Eneagrama, la inteligencia emocional, la numerología y hoy la inteligencia artificial como una extensión de nuestros procesos internos— he comprendido que la forma en que pensamos determina la forma en que vivimos. Y cada vez que acompaño a una persona en su proceso de transformación, me encuentro con un hecho contundente: muchos de nuestros conflictos nacen porque pretendemos que otros vean el mundo como lo vemos nosotros. Si alguien no visualiza, lo consideramos extraño. Si alguien siente demasiado, lo etiquetamos. Si alguien piensa de forma abstracta, lo juzgamos como disperso. Si alguien procesa desde el silencio, creemos que no aporta.

La afantasia, vista con los ojos correctos, se convierte en un maestro silencioso que nos pide renunciar al ego que quiere homogeneizarlo todo. Y nos invita a un acto espiritual poderoso: aceptar que cada mente es una arquitectura distinta, una obra irrepetible que necesita ser reconocida, honrada y acompañada según su propia naturaleza.

Lo más hermoso de este descubrimiento es que la afantasia también revela algo sobre nuestra cultura contemporánea. Estamos viviendo un tiempo donde la imagen se ha vuelto un tótem. Donde la validación social depende de lo que se ve. Donde la creatividad se mide por la estética. Donde incluso la espiritualidad se ha vuelto visual: meditaciones guiadas, visualizaciones, mandalas, geometrías. Y aunque todo ello es valioso, nos ha hecho olvidar algo profundo: el espíritu no necesita imágenes para ser real.

Yo mismo, que crecí entre tecnología, espiritualidad, lectura compulsiva y sensibilidad humana, he aprendido que todo lo verdaderamente relevante ocurre en un plano más allá de lo visible. La visión que sostiene a una empresa no está en un PowerPoint; está en el propósito que no se ve. La transformación de un líder no ocurre porque imagine escenarios; ocurre porque actúa con coherencia. La fe no se sostiene en visiones mentales; se sostiene en la confianza profunda que incluso en la oscuridad permanece.

Por eso, cuando leo noticias sobre la afantasia, no me lleva a pensar en déficit, sino en diversidad. Me recuerda que la verdadera inteligencia humana no es la capacidad de producir imágenes internas, sino la capacidad de darle sentido a la existencia. Y que cada persona, tenga o no tenga imágenes mentales, puede construir una vida plena, significativa y luminosa cuando se conoce a sí misma y actúa desde su verdad.

Es imposible no conectar esto con algo que he escrito muchas veces en mis blogs personales, especialmente en Bienvenido a mi Blog (https://juliocmd.blogspot.com/) y en los textos más espirituales que he compartido en Amigo de Ese Gran Ser Supremo (https://amigodeesegransersupremo.blogspot.com/). La vida siempre nos habla en el lenguaje que necesitamos, no en el que otros entienden. Para algunos ese lenguaje es visual; para otros es sensorial, racional, emocional, intuitivo o espiritual. Y todos son válidos. Todos son caminos hacia la misma verdad: somos seres en evolución, intentando comprendernos en un mundo que avanza más rápido que nuestra capacidad de interpretarlo.

A veces pienso que la afantasia es una metáfora perfecta para nuestro tiempo: estamos rodeados de imágenes, pero sedientos de visión. Vemos demasiado, pero sentimos poco. Observamos pantallas, pero no miramos hacia dentro. Y quizá, quienes no pueden generar imágenes, nos recuerdan que el mundo interior no se mide en colores ni formas, sino en la honestidad con la que nos escuchamos.

Si hay algo que he aprendido acompañando a empresarios, estudiantes, emprendedores, familias y líderes durante casi cuatro décadas, es que la verdadera transformación ocurre cuando dejamos de compararnos y comenzamos a aceptarnos. Cuando soltamos el deber ser y abrazamos el ser auténtico. Cuando entendemos que nuestra mente —con sus luces, sus sombras, sus imágenes o su ausencia de ellas— es perfecta para lo que vinimos a vivir. No vinimos a este mundo a replicar el modelo mental de otros; vinimos a descubrir la sabiduría del nuestro.

Y es allí donde la afantasia se vuelve un regalo. Porque nos enseña que incluso sin imágenes podemos crear vida, podemos crear amor, podemos crear empresa, podemos crear propósito. La creatividad no se agota cuando no podemos visualizar: apenas comienza en el instante en que decidimos imaginar con el alma.

Hoy, después de tantos años de estudiar al ser humano desde múltiples disciplinas —psicología, neurociencia, espiritualidad, ingeniería, empresa, tecnología— puedo decirlo con certeza: el mayor acto de libertad consiste en honrar la forma particular en que cada uno piensa y siente. Allí comienza la verdadera revolución.

Quienes tienen afantasia no están rotos. Solo caminan el mundo desde otra puerta. Y quizás, justo esa puerta contiene la llave que muchos hemos olvidado: la capacidad de vivir sin depender de imágenes, confiando en una intuición más profunda, más silenciosa y más verdadera.

Porque ver con los ojos es fácil. Ver con el alma… ese es el verdadero desafío.

Si este mensaje tocó alguna fibra en ti, si te recordó la maravilla que habita en cada mente humana y la necesidad urgente de comprendernos sin juicios, te invito a seguir caminando juntos.
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Gracias por leerme.
Gracias por sentir conmigo.
Y gracias por seguir construyendo un mundo donde cada mente es un universo digno de ser honrado.

Julio Cesar Moreno Duque

soy lector, escritor, analista, evaluador y mucho mas. todo con el fin de aprender, conocer para poder aplicar a mi vida personal, familiar y ayudarle a las personas que de una u otra forma se acercan a mi.

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