¿Alguna vez has sentido que alguien te mentía, incluso antes de oír sus palabras? No fue una corazonada ni un don sobrenatural: fue tu conciencia activa, esa inteligencia invisible que todos llevamos dentro y que, cuando está despierta, percibe más allá del discurso. La ciencia busca la forma de medir esa intuición, de convertirla en un método. Pero la verdad, como la vida, no siempre se revela en laboratorios: se siente, se reconoce y, sobre todo, se vive.
Hace poco, un artículo de El Tiempo presentaba un método científico diseñado para identificar mentiras. La técnica, llamada SUE, desarrollada por la investigadora Maria Hartwig, plantea que la clave no está en los gestos ni en la mirada, sino en lo que se dice y cómo se estructura el relato. En otras palabras, no basta con observar el cuerpo; hay que escuchar el alma del discurso. Y en eso, ciencia y conciencia empiezan a encontrarse.
Desde hace más de tres décadas, en el mundo empresarial, tecnológico y humano, he aprendido que las mentiras no se sostienen en el tiempo porque no encuentran soporte energético en la coherencia. Un sistema informático puede detectar inconsistencias en los datos, pero una persona íntegra percibe las inconsistencias en el espíritu. La diferencia es que la primera analiza bytes; la segunda, vibraciones.
Recuerdo una experiencia en mis primeros años como ingeniero. Un proyecto millonario se desmoronó no por fallas técnicas, sino por falta de verdad. El código era impecable, los algoritmos perfectos, pero los compromisos asumidos desde el ego, la prisa y el interés crearon un vacío invisible que terminó filtrándose en todo. Aprendí entonces que la mentira no solo se dice, se ejecuta: cada decisión incoherente con lo que decimos creer es una forma de distorsión.
La técnica SUE busca contradicciones lógicas entre lo que una persona dice y lo que ya se sabe que es verdad. En la vida, hacemos lo mismo: contrastamos palabras con hechos, promesas con acciones, discursos con coherencia. El problema no está en el método, sino en la intención. Porque una persona puede decir la verdad desde el miedo o mentir desde la necesidad, y ninguna máquina puede medir la pureza de esa intención.
Lo que sí puede hacerse es cultivar una conciencia que aprenda a distinguir entre el ruido y la verdad. En lo empresarial, esto se traduce en liderazgo ético; en lo tecnológico, en transparencia de los datos; y en lo espiritual, en alineación entre pensamiento, palabra y acción. En Todo En Uno.Net, esta coherencia es más que un valor: es el núcleo de la Consultoría Funcional Inteligente™. No buscamos perfección técnica sin propósito humano. Buscamos la verdad operativa: sistemas, personas y organizaciones que funcionen en integridad.
La mentira, en cambio, tiene una estructura fractal. Comienza pequeña, como una justificación, y se replica hasta distorsionar todo el sistema. Un emprendedor que falsea un dato contable termina falseando decisiones, relaciones, incluso su propio sueño. Un gerente que dice “todo está bien” cuando el equipo se está derrumbando, no solo miente a los demás: se miente a sí mismo. Y cuando un país normaliza la mentira, pierde su rumbo moral.
El método SUE tiene un componente que me parece fascinante: escuchar más que hablar. En los interrogatorios basados en esta técnica, el investigador no acusa, sino que escucha pacientemente cómo el relato se contradice solo. ¿No es eso mismo lo que deberíamos hacer los líderes? Escuchar sin prejuicio, observar sin necesidad de control, permitir que la verdad emerja por sí sola.
Vivimos en una era donde la mentira se ha sofisticado. La inteligencia artificial puede generar rostros inexistentes, voces sintéticas y textos tan persuasivos como los humanos. Pero ni el algoritmo más avanzado puede replicar la vibración de la coherencia. Puedes imitar un gesto, pero no el campo energético de una verdad dicha con el alma. Puedes programar un chatbot que simule empatía, pero no que la sienta.
Y, sin embargo, la mentira no es el enemigo. Es el síntoma de una conciencia fragmentada. Mentimos porque tememos no ser aceptados, porque creemos que la verdad nos hará perder. Pero solo la verdad nos sostiene. En mis consultorías empresariales, cuando un equipo aprende a dejar de justificar errores y empieza a asumirlos con humildad, comienza la transformación real. La mentira paraliza, la verdad libera.
Cuando pienso en este método científico de detección de mentiras, no puedo evitar conectar con el Eneagrama, esa herramienta de autoconocimiento que nos enseña cómo mentimos sin darnos cuenta. El tipo Tres, por ejemplo, tiende a construir una imagen de éxito para esconder su inseguridad; el tipo Seis busca seguridad mintiéndose con miedos; el tipo Nueve niega el conflicto para no perder la paz. Todos mentimos de alguna manera, pero el camino evolutivo consiste en descubrir qué mentira nos estamos contando a nosotros mismos.
La numerología también ofrece una metáfora hermosa. Mi camino de vida, el número 3, enseña que la verdad no se impone: se expresa con autenticidad y alegría. Y cada vez que ocultamos lo que somos por temor o conveniencia, bloqueamos esa energía creadora. Lo que no se expresa, se distorsiona. Y lo que se distorsiona, termina enfermando, no solo el cuerpo, sino las relaciones, las empresas y las sociedades.
Hoy, la ciencia intenta medir la mentira; pero el alma busca encarnar la verdad. No son caminos opuestos, sino complementarios. El método SUE nos recuerda que la verdad no se infiere por apariencias, sino por coherencia narrativa. En lo humano, ocurre lo mismo: la historia que contamos de nosotros mismos debe coincidir con la que vivimos cada día.
Y quizá ese sea el punto más profundo: no necesitamos detectar mentiras fuera, sino dentro. Porque cada vez que decimos “estoy bien” cuando no lo estamos, o que “ya lo haré” sabiendo que no lo haremos, comenzamos a perder el hilo de la verdad interior. Recuperarlo no requiere un detector, sino silencio, observación y humildad.
La vida nos habla con un lenguaje más sutil que el de los gestos. Nos muestra con sincronicidades, intuiciones y sensaciones corporales aquello que nuestra mente intenta negar. La ciencia puede analizar microexpresiones; el espíritu percibe microverdades. Y cuando aprendemos a vivir desde esa escucha consciente, ya no necesitamos descubrir quién miente, porque aprendemos a vivir sin mentirnos.
Por eso, más que aprender a detectar mentiras, el desafío del siglo XXI es aprender a vivir en verdad. Con nosotros mismos, con los demás, con el planeta. Porque las organizaciones que mienten colapsan; los líderes que mienten se vacían; y las personas que se mienten, se apagan. Pero quien se atreve a decir la verdad —aunque duela, aunque tiemble— se ilumina. La verdad no se impone, se irradia. No se demuestra, se vibra.
Y cuando un ser humano vibra en verdad, su presencia sola se convierte en detector. No de mentiras ajenas, sino de autenticidad compartida. Porque la coherencia no necesita demostrar nada: solo ser.
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