Juana: la gata que me enseñó a sentir con el alma

No todas las despedidas son iguales. Algunas no se gritan ni se anuncian. Se sienten como un nudo en la garganta que no baja ni con agua ni con silencio. Se entierran en el alma, sin ataúd y sin cruz, pero con una profundidad que ni el tiempo ni la costumbre logran cubrir del todo. Hoy me despido de Juana, mi gata. Y en su nombre, me hablo a mí mismo, como quien necesita dejar un registro en el corazón de los otros para no enloquecer en la soledad del dolor.

Juana no era una mascota. Era presencia. Era grito. Era reclamo de amor y desorden sagrado. Llegó a mi vida por esas jugadas mágicas del destino que sólo los animales parecen comprender: mi hijo la pidió cuando celebrábamos los 80 años de mi padre, y pocos días después, ella ya habitaba mi casa y, sin pedir permiso, también mi rutina. No hubo un solo día, en estos once años, en que no me sacara una sonrisa, una rabia o un rasguño. Era su forma de decir: “Estoy viva, y tú también deberías estarlo”.

Juana me interrumpía para recordarme que el amor no estorba, se impone. Que el trabajo puede esperar, pero una caricia no. Que un escritorio no reemplaza una cama tendida donde puedas ser vulnerable con un ser que simplemente te espera, te muerde y te ama, todo al mismo tiempo. A las 3 a.m., cuando comenzaba mi jornada, Juana me lamía la cara para que bajara con ella. No porque tuviera hambre, sino porque quería compañía. Luego, como si nada, volvía a dormir, dejando a este ser humano con el alma abierta en el aire frío de la madrugada.

Era mi coach emocional, sin diploma. Era mi vigilante del alma, sin uniforme. Y cuando la peinaba la cama, era su altar. Ahí se dejaba consentir, pero siempre con un mordisco al final. Un ritual que decía: “usted es mío, pero yo también soy libre”. Nunca quiso ser simplemente domesticada. Juana amaba desde su libertad. Y eso, que a muchos les parece locura felina, es una lección para el alma humana.

Hoy me pregunto por qué duele tanto la partida de un ser que muchos considerarían apenas una mascota. Y la respuesta no es biológica ni racional. Es espiritual. Porque Juana no se despidió. Se quedó en mis hábitos, en mis espacios, en mi memoria sensorial. La sigo sintiendo en cada esquina de la casa, en la ausencia del sonido que hacía cuando oía servir la comida, en el hueco tibio de la cama donde ella se acurrucaba antes de marcharse por calor.

Hace unas horas, me tocó despedirme de ella. En su agonía, busqué respuestas, como si el conocimiento que me ha acompañado durante toda mi vida profesional pudiera explicarme por qué el cuerpo de un alma tan valiente decidía rendirse. Fueron 48 horas de impotencia, de oraciones, de miradas largas y silencios que gritaban. Y al final, me miró por última vez. Nos dijimos adios sin palabras. Y esa mirada la guardaré como se guardan las escrituras sagradas: sin doblar, sin manosear, en el corazón.

Hay un vacío que los datos no pueden llenar. Ni las planillas, ni los algoritmos, ni las citas de productividad. Un vacío que solo se entiende cuando uno pierde a quien lo acompañaba en lo invisible. Juana me acompañó en mis amaneceres de trabajo, en mis reflexiones más duras, en los escritos más íntimos, en los silencios más profundos. Y hoy, escribir sobre ella no es homenaje. Es necesidad.

No me interesa si el mundo ve a los gatos como independientes. Juana era dependencia emocional con patas. Me necesitaba y yo la necesitaba a ella. ¿Quién necesita a alguien que lo lame a las 3 a.m.? Yo. Porque en ese gesto estaba el recordatorio de que soy humano, vulnerable, querido por alguien que no exige explicaciones.

Hoy escribo esto como quien deja una ofrenda en un altar invisible. Como quien confiesa que no todo se puede transformar en métricas o planes de acción. Que hay afectos que son análogos, no digitales. Y que hay despedidas que abren, en vez de cerrar. Juana abrió mi corazón muchas veces. Hoy lo deja abierto para siempre.

Si estás leyendo esto, tal vez también hayas perdido a alguien que no podías definir con palabras, pero que era parte de tu alma. Tal vez también has sentido que el amor no se mide en tiempo, sino en intensidad. Y si es así, permíteme decirte: no estás solo. Somos muchos los que entendemos el valor de un ser que nos transformó sin discursos, sin lógica, sin condiciones.

Juana se ha ido. Pero también se ha quedado. En este blog, en mi historia, en mis mañanas sin su lengua impaciente. Gracias por leerme. Gracias por acompañarme en este momento donde no hay empresa, ni estrategia, ni tecnología que valga más que el simple acto de recordar con el alma abierta.

MI JUANA APRENDIENDO CONMIGO


"Quien ha amado de verdad a una mascota, ha conocido un tipo de amor que no pide palabras, solo presencia; un amor que no se va cuando parte, porque decide quedarse en nosotros para siempre."


Julio Cesar Moreno Duque

soy lector, escritor, analista, evaluador y mucho mas. todo con el fin de aprender, conocer para poder aplicar a mi vida personal, familiar y ayudarle a las personas que de una u otra forma se acercan a mi.

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