Hace unos correos hablé del segundo amor de mi vida:
Niño de cinco años se enamora de niña y niña no le corresponde.
Pero el carrerón empezó antes.
Con cuatro años, exactamente…
Resulta que me apuntaron a un colegio de monjas.
Mis padres no me inscribieron en preescolar porque no era obligatorio.
Pensaron que era mejor para mí estar en casa de mi abuela.
Mi mejor amigo sí iba a preescolar.
Y me contaba sus aventuras.
Yo quería tener aventuras.
Además, me fascinaba mi abuelo.
Todos los días leía el periódico a la misma hora y en el mismo sillón.
Yo quería hacer eso también.
Quería aprender a leer más que nada en el mundo.
Si mi abuelo lo hacía todos los días…
¡Leer tenía que ser de lo mejor!
Así que insistí e insistí…
Y lo conseguí.
Solo me acogieron en un colegio de monjas porque estaba fuera del plazo de matrícula.
Y, cuando llegué, me enamoré de una monja jovencita y más dulce que el pan recién hecho.
Amor platónico no, platoniquísimo…
Pero, a mi manera, la amaba.
Y elaboraba estrategias infantiles.
No comía si no me daba ella, por ejemplo.
Así me aseguraba de pasar un ratito con mi amada.
Aquel amor fue bonito y sano.
Platónico, claro…
Pero con principio (cuando la conocí) y final (cuando se acabó el curso).
Como viven las cosas los niños…
Se acabó.
Sin más.
Ahora bien…
Cuando el platoniquismo pasa a otras edades…
Es distinto.
¿Quién no ha fantaseado alguna vez con el amor romántico?
Tenemos una mente tan interesante…
Tan capaz de crear realidades en nuestra propia cabeza…
Tan capaz de sufrir por ellas…
Eso, también, es relación de pareja -o de no pareja-.
Eso, también, se puede revisar para dejar de sufrir sin necesidad por nuestras propias ideas.
Fantaseamos con que nuestra pareja aparezca si no la tenemos.
O con que sea diferente si la tenemos.
Y, el caso, es que sufrimos por ello.