Seres vulnerables, sufridos, amorosos y agresivos que van por la calle buscando un destino que no tienen.
“Nos dicen que estamos tristes” dice candorosamente y luego lanza una frase certera: “Todos estamos tristes”.
Ocurre al aire en la Radio Colifata de Buenos Aires, que transmite desde el Psiquiátrico Tiburcio Borda de Buenos Aires y abre los micrófonos a los “locos queribles”, que es lo que significa “colifato” en la jerga lunfarda.
Y luego resuena como un eco una frase poderosa que resume lo que ocurre con la naturaleza de los pobres seres humanos: “Todos estamos locos”.
Las expresiones de este locutor-paciente coinciden con la publicación hecha hace algunos años por la revista científica The Journal of Mental Heath, en el sentido que ahora es “absolutamente normal” para los seres humanos la tipología de algunos desórdenes mentales.
“Condiciones como ansiedad depresiva mixta, desorden de regulación del temperamento, comida compulsiva, desorden neurocognitivo menor y comportamientos adictivos”, hace en consecuencia que pudiera decirse que “es normal ser anormal”.
Se conmemora el Día Mundial de la salud mental y a propósito de ello la calle nos pone siempre ante la evidencia de esos seres frágiles y complejos que te confrontan y que te hacen preguntar en voz alta sobre su condición, pero también de la nuestra.
A mitad de semana, mientras daba vueltas en bicicleta en el circuito de la Biblioteca Virgilio Barco, se apostó en el costado norte de la cicloruta un hombre avejentado, de piel quemada por el sol y espesa barba.
“Es un vendedor ambulante”, fue mi primera impresión y luego pensé en alguien que preparaba un espectáculo ambulante a cambio de monedas.
Con la actitud de un niño, juega a ser prestidigitador con tres baldes de colores, uno de ellos repleto de juguetes de plástico, y una olla de aluminio reluciente, como recién sacada de la cacharrería.
Yo seguía dando vueltas “como un loco” en el tradicional circuito ciclístico, mientras el cambiaba de lugar los artefactos, hasta construir una especie de altar.
El verde en la parte de abajo, luego el rojo y encima el recipiente amarillo, repleto de cachivaches y muñecos nuevos, sin estrenar.
Mientras yo seguía en mis vueltas, él ponía patas arriba los baldes y luego la olla iba en un momento a la izquierda, luego a la derecha, en una eterna puesta en escena, como el viejo juego de cacho que apostaban los piratas y que consiste en remover los dados en un vaso y arrojarlos con fuerza a la mesa para que la suerte haga lo suyo.
Lo locura y la suerte echada como el eje articulador de la historia de este hombre que construye con poco, hasta que encuentre otros artefactos, otro espacio para intentar hallar ese intangible que llamamos felicidad.
La calle siempre ha estado llena de esos personajes que miramos desde nuestra disimulada normalidad.
En mi época de estudiante universitario solía conversar con un hombre desgarbado que había hecho su casa debajo del que se conocía entonces como el Tercer Puente, mientras iba de camino del barrio Villa del Prado a la autopista Norte para tomar la flota Chía que me llevaba directo Caracas, hasta la calle 39, en dónde queda Inpahu.
Lo miraban con recelo porque usaba los palos de la cerca que bordeaba este barrio del norte, el más alejado de la ciudad el inicio de la década de los 80, para prender el fuego y resguardarse del frio.
Me hablaba a rachas, me miraba pasar con indiferencia, pero hubo un día en el que llevado por una especie de lucidez incomprensible se me acercó mirándome fijamente y sin más me hizo una solicitud que me conmovió: "Ayúdeme que cuando yo esté bien le ayudaré".
Después de una de las parrandas en Cucaita, mi pueblo, urgido por la falta de un cigarrillo me encontré sentado en el andén de una de las edificaciones a un hombre que recuerdo se llamaba Obdulio y en agradecimiento fui hasta la casa y le traje a esa hora, casi las cuatro de la mañana, un caldo de papa.
Podría decir que me hice amigo de Obdulio, me contó que de niño pescaba en el río Cauca, fue el arquero de nuestro equipo en uno de los picaditos, montó en mi vieja bicicleta y tuve temor de que se fuera con ella y todo iba de maravilla hasta que una madrugada empezó a golpear duramente en la puerta de la casa gritando: “Tengo hambre, tengo hambre”.
Recuerdo a mi madre levantándome, mientras insistía “vaya atienda a su amigo”.
En Tunja, en donde inicié mi trabajo como periodista, recuerdo a “Pacho Loco”, desdentado y sonriente”, saliendo de un asadero de pollos con una bolsa repleta de empanadas y diciéndome radiante: “Yo lo que estoy es bien”.
Jhon, el loco matemático que ayudaba a resolver problemas en la Plaza de Bolívar de Tunja, sorprendió a un grupo de estudiantes que buscaba aguardiente en una de las frías madrugadas de la capital boyacense, cuando sorpresivamente se dio vuelta contra la pared de una cigarrería y sin más grito: “Cierren la puerta”.
Locos adorables, pero sufridos, solitarios, abandonados a su suerte en medio de la indiferencia de una sociedad golpeada por el horror de estos tiempos y que en medio de la tragedia, “se hace la loca”.
Esos dilemas de una sociedad infame que ha dividido a los seres humanos entre pretendidamente normales y enfermos irremediables.
Mientras unos siguen dando vueltas “como locos”, otros inventan mundos fantásticos con tres baldes y una olleta para hacer chocolate.