Beyoncé, Madonna y Cindy Crawford son algunas de las celebrities que han tomado el riesgo de dejarse ver como realmente son, dando a conocer su faceta ‘imperfecta’- teniendo en cuenta que son consideradas divas-.
Ellas son el resultado de una sociedad de consumo, en la que para triunfar como mujer en el mundo del espectáculo se deben cumplir una serie de características físicas; en ocasiones, mucho más relevantes que el talento.
Esa misma sociedad que condena a las mujeres con adjetivos como “gorda”, “vieja”, “fea”; pero que premia con otros como “símbolo sexual”, “diva”, “perfecta”. Y qué mejor ejemplo que la protagonista del filme Bridget Jones, Renée Zellweger, con la que en algún momento de la vida de una mujer se sienten identificadas; pero que, años después, salió a la luz con un cambio tan sorprendente como increíble. Pero lo peor de esta transformación es que no generó la aceptación que seguramente la actriz pensaba; sino, por el contrario, el bombardeo de críticas negativas fue contundente.
Y es que, ante la presión diaria de lucir perfectas muchas han caído en un hoyo del que difícilmente se sale, dejando atrás lo que verdaderamente son, porque como “eso no vende”. O, al menos, creo que eso fue lo que le metieron en la cabeza a Miley Cyrus, que dejó atrás la imagen de una cantante talentosa y auténtica para someterse a ser el conejillo de indias de su mánager, para quien convencer a la exniña Disney de mostrar sus pechos en público, hacer gestos sexualmente sugerentes y mostrarse como una mujer irreverente, es parte de la estrategia.
Prototipos ridículos, completamente sin sentido, que hacen ver a las personalidades femeninas como si fuesen intocables, creando en las niñas imaginarios que, a la final, son el producto de largas sesiones de retoque fotográfico.
En ese orden de ideas, creo que la verdadera belleza de una mujer no está en que sea talla cero, ni en que su piel se encuentre libre de marcas. Y no voy a decir que radica en su interior o su actitud, porque –sinceramente- es lo más cliché que he escuchado.
Para mí, una mujer bella es aquella que no necesita de kilos de maquillaje, largas jornadas en el gimnasio y peligrosas dietas extremas –con las que solo consigue alterar su metabolismo-, para verse y sentirse bien consigo misma e irradiarlo a los demás. Es aquella que acepta que una estría no es el fin del mundo; pero que, a la vez, cuida su cuerpo, se alimenta bien y practica su actividad física favorita, disfrutándola al cien por ciento y no por la motivación de seguir prototipos utópicos de belleza.
Así que ya es hora de despertar. El objetivo de la publicidad es vender y, como bien sabemos, la imagen hipersexualizada de una mujer es un medio para alcanzar el fin. Esa es la realidad. La pregunta, entonces, es si vale la pena vivir con la única idea de ser iguales a las mujeres que aparecen en los anuncios publicitarios o, por el contrario, ser fieles a ellas mismas, aceptando que la belleza es un concepto completamente subjetivo.
Ellas son el resultado de una sociedad de consumo, en la que para triunfar como mujer en el mundo del espectáculo se deben cumplir una serie de características físicas; en ocasiones, mucho más relevantes que el talento.
Esa misma sociedad que condena a las mujeres con adjetivos como “gorda”, “vieja”, “fea”; pero que premia con otros como “símbolo sexual”, “diva”, “perfecta”. Y qué mejor ejemplo que la protagonista del filme Bridget Jones, Renée Zellweger, con la que en algún momento de la vida de una mujer se sienten identificadas; pero que, años después, salió a la luz con un cambio tan sorprendente como increíble. Pero lo peor de esta transformación es que no generó la aceptación que seguramente la actriz pensaba; sino, por el contrario, el bombardeo de críticas negativas fue contundente.
Y es que, ante la presión diaria de lucir perfectas muchas han caído en un hoyo del que difícilmente se sale, dejando atrás lo que verdaderamente son, porque como “eso no vende”. O, al menos, creo que eso fue lo que le metieron en la cabeza a Miley Cyrus, que dejó atrás la imagen de una cantante talentosa y auténtica para someterse a ser el conejillo de indias de su mánager, para quien convencer a la exniña Disney de mostrar sus pechos en público, hacer gestos sexualmente sugerentes y mostrarse como una mujer irreverente, es parte de la estrategia.
Prototipos ridículos, completamente sin sentido, que hacen ver a las personalidades femeninas como si fuesen intocables, creando en las niñas imaginarios que, a la final, son el producto de largas sesiones de retoque fotográfico.
En ese orden de ideas, creo que la verdadera belleza de una mujer no está en que sea talla cero, ni en que su piel se encuentre libre de marcas. Y no voy a decir que radica en su interior o su actitud, porque –sinceramente- es lo más cliché que he escuchado.
Para mí, una mujer bella es aquella que no necesita de kilos de maquillaje, largas jornadas en el gimnasio y peligrosas dietas extremas –con las que solo consigue alterar su metabolismo-, para verse y sentirse bien consigo misma e irradiarlo a los demás. Es aquella que acepta que una estría no es el fin del mundo; pero que, a la vez, cuida su cuerpo, se alimenta bien y practica su actividad física favorita, disfrutándola al cien por ciento y no por la motivación de seguir prototipos utópicos de belleza.
Así que ya es hora de despertar. El objetivo de la publicidad es vender y, como bien sabemos, la imagen hipersexualizada de una mujer es un medio para alcanzar el fin. Esa es la realidad. La pregunta, entonces, es si vale la pena vivir con la única idea de ser iguales a las mujeres que aparecen en los anuncios publicitarios o, por el contrario, ser fieles a ellas mismas, aceptando que la belleza es un concepto completamente subjetivo.